domingo, 29 de abril de 2012

Tú verdad mentira

Todo va bien hasta que abres los ojos... 
Ves que no es,
es tu visión perdida.
Y entonces te preguntas
¿Cuántas veces se iluminará hasta la noche escondida?
¿Cuántas veces será tu verdad suicida?
¿Hasta cuándo jugar al ahorcado?
Si lo que parece no es,
y lo que es se tatúa de mentira
¿Cuántas noches más quedarán vacías?

lunes, 23 de abril de 2012

Diálogos con el despertador


El despertador suena. Más bien ruge, grita, llora desconsolado… Nosotros solo queremos asesinarlo. Nos gustaría que tuviese cuello para poder estrangularlo. Pensamos en destriparlo para que nunca suene más. ¿Por qué tiene que despertarnos? Un día le pregunté…

-          - ¿Por qué lo haces? – le recriminé. – ¡No quiero despertarme!
-        -  Tienes que hacerlo, es la hora, no puedes seguir dormida.
-        -  ¡Sí, puedo! No quiero moverme de aquí. La sábana es suave, la manta caliente y la almohada mullida.  Se está tan bien soñando…
-         - Pero puede llegar una pesadilla, si te despiertas no te alcanzará. Cuando llegue no puede encontrarte dormida. Tienes que despertar, tienes que luchar, y en definitiva, tienes que vivir.

Quizás deberíamos escucharlo, no deberíamos silenciar aquella voz que nos invita a abrir los ojos. Somos unos desagradecidos: siempre respondemos de un bofetón al despertar de la vida. De vez en cuando no estaría mal escucharlo y apagarlo de una  caricia.

miércoles, 4 de abril de 2012

Un precio demasiado alto


Presenció paralizado la escena, como un cobarde. En parte fue por el miedo que lo invadió, pero la verdadera razón fue la mirada de hielo que recibió. Dos ojos se clavaron en él gritándole “Ni se te ocurra moverte”. No era una súplica, era una orden. Era el recordatorio de una vieja promesa…
            Sintió que algo se desgarraba en su interior al ver a la persona a la que amaba en el suelo, arrastrada por dos soldados. Sabía donde acabaría y sabía por qué la llevarían allí. No era justo. Él también debería ir, debían compartir su culpabilidad, no podían abandonarse ahora después de tan larga lucha. Pero lo hizo: el coronel Fiedler se quedó allí, impasible por fuera y destrozado por dentro.
            No podía dormir o comer; tampoco vivir. La culpabilidad lo sepultaba. En un vago intento por justificarse recordó la conversación de aquella noche. Estaban escondidos, como siempre, sin siquiera importarles. En ocasiones olvidaban que aquel escondite formaba parte de su condena por hacer algo que no era lo correcto.
            La mente del coronel hacía justicia a cada detalle de los momentos allí vividos. El sonido de los nudillos en la puerta, cómo esta se abría en un chirrido, aquel saludo en forma de sonrisa, la mirada estudiosa que se fundía con la piel y todo lo demás… Palabra por palabra, rememoró la conversación a la que ahora se aferraba porque, a fin de cuentas, era el único cabo que lo unía a este mundo.
-          Si algún día nos descubriesen, sabes que lo pagaremos con la vida. Una vida es un precio demasiado alto, no es necesario pagarlo con dos.

            Los ojos brillaban a la luz de la única vela que alumbraba aquel refugio. Pero ellos no llorarían, eran personas a las que la guerra había hecho fuertes.

-          Egbert, –así llamaba al Coronel Fiedler- prométeme que si algo ocurriese, lucharás por tu vida y tratarás de ser feliz. Podría pagarlo con mi vida, pero no con la tuya.
-          No puedes pedirme eso.  Esto es cosa de dos y en ese momento –el corazón del general se encogió de tan solo imaginarlo- seguiría siendo cosa de dos.
-          Necesito que me lo prometas, Egbert. De lo contrario, no podría continuar con esto. Perder dos vidas es demasiado.
            No podía ser el fin. Aquello debía seguir como fuera, a cualquier precio, fuese una vida, o una promesa cobarde. Todavía quedaba la esperanza de que aquel fatídico día nunca llegase y el secreto permaneciese para siempre encerrado en aquella habitación hasta el olvido.
            El pacto se cerró con un beso. Fue un beso tranquilo para un bando, que había vencido y había puesto fin a su más profundo miedo. También lo fue para el otro bando, que sabía que por el momento habría mucho más besos y confiaba en que su fin nunca llegaría.
            El hombre trató de perderse en aquel recuerdo, prologándolo indefinidamente. Era doloroso, pero prefería encerrarse en él que hacer conjeturas con el presente. ¿Dónde estaría? ¿Estaría sufriendo en aquellos momentos? Esperaba que no… Pero no podía engañarse, él había visitado los campos de concentración y sabía lo que allí ocurría. Quizás hubiese logrado escapar, aunque ¿cómo? Era imposible escapar. Seguramente hubiera muerto… ¡No! ¡NO! No podía morir.
            Dos golpes en la puerta lo despertaron de su pesadilla personal. Era el sargento Burkhard, con su flamante uniforme. El sargento se sitúo frente a la mesa con paso seguro, el general se levantó de su silla y se saludaron con el brazo en alto.
-          Heil Hitler!

            El rostro del sargento revelaba temor y preocupación. Se le notaba tenso. Aquello no auguraba buenas noticias.

-          ¿Qué ha sucedido? – preguntó firme el coronel Fiedler.
-          Nuestros soldados han sido atacados por sorpresa en las colinas de las Ardenas. Se trataba de un grupo de maquis, pertenecientes al Frente Nacional.
-          Nuestros hombres están preparados para el combate y están dotados de las mejores armas, no como esos sucios maquis. No tienen siquiera un mendrugo de pan que llevarse a la boca, ¿con qué van a enfrentarse a nosotros? ¿Nos arrojarán palos y piedras? –se burlaba el coronel.
-          Lo cierto, mi coronel, es que iban armados. Habían recibido un envío de armas desde Londres vía paracaídas.
-          ¡Estúpidos ingleses! – exclamó furioso- ¡Nunca aprenderán a dejar de meter sus narices! Espero que nuestros soldados les hayan demostrado a los maquis quién manda ahora aquí, porque así ha sido ¿verdad sargento? – preguntó acusando al hombre con la mirada.
-          Verá Coronel, los franceses doblaban en número a nuestros soldados, los atacaron por sorpresa y la zona de las Ardenas constituye un obstáculo considerable…
-          ¡No me venga con excusas sargento Burkhard! –lo interrumpió el coronel- ¿A cuántos hemos perdido?
-          A ocho de los nuestros – contestó armándose de valor.
-          ¿Y los otros diez?
-          Se vieron forzados a huir.
-          ¡¿Huir?! – el coronel estaba fuera de sí. Esta era la reacción que el sargento temía. No era la primera vez que vivía algo así y ahora llegaba el momento que más lo atemorizaba. - Traiga ante mí a cuatro de esas ratas cobardes inmediatamente.

            El sargento salió rápidamente del despacho, como un perro asustado con el rabo entre las piernas. Mientras tanto, el coronel abrió el primer cajón de su escritorio victoriano para sacar una lujosa caja. En ella guardaba los mejores puros de importación, guardados especialmente para ocasiones como esta. Uno por uno los observaba con detalle pensando por cuál se decantaría. En aquellos momentos, el sargento Burkhard también se enfrentaba a una elección, aunque mucho más complicada.
            Antes de que el coronel Fiedler hubiese elegido su puro, el sargento Burkhard había elegido a cuatro de sus hombres. Los soldados llegaron asustados al despacho, temiendo lo peor. Uno de ellos lloraba y se afanaba por ocultarlo, secándose compulsivamente los ojos con la manga del uniforme. Al entrar en el despacho saludaron a la vez; brazo en alto, alma en el suelo.

-          Durante la Primera Guerra Mundial, los enemigos trataban de plasmar a los alemanes en sus cárteles como hombres débiles y llorones. Yo estaba seguro de que era una mentira más del enemigo. Pensé que era cierto lo que dicen: “Cuando llega la guerra, la primera víctima es la verdad”. Tan solo era un intento absurdo de propaganda incomparable a la del gran Goebbels. Pero viéndoles a ustedes esta noche me pregunto si no tendrían razón los enemigos. Los cobardes como ustedes son la vergüenza de Alemania. ¿Qué hacen ustedes por defender su noble patria? Yo se lo diré: no hacen nada. Por ello, no merecen tener el honor de ser ciudadanos alemanes.
            El momento estaba a punto de llegar, ahora solo quedaba tener fe. Los hombres rezaban por su vida y el sargento Burkhard rezaba porque la orden no llegara una vez más. Pero Dios se escondía en tiempos de guerra.
-          ¡Sargento Burkhard, que Alemania de a estos hombres lo que de Alemania merecen!
            Así sentenció un hombre a cuatro. Mientras el coronel continuaba examinando los puros, de espaldas a la escena: cinco hombres entre súplicas de clemencia al sargento y lágrimas abandonaban aquel despacho en dirección a la muerte.
            Finalmente, el coronel Fiedler se decantó por un puro habano envuelto en papel de plata que le había regalado un amigo hacía cinco años. Salió a la calle bajo un cielo totalmente negro, sin una sola estrella. Parecían esconderse para no ser testigo de los crímenes de aquella guerra. Caminaba en soledad, en un silencio sepulcral solo interrumpido por la cerilla que encendería su puro. Sin apenas darse cuenta comenzaba a adentrarse en la ciudad. Sedán se levantaba levemente iluminada en la oscuridad.
            Fue al girar en una esquina cuando el coronel se percató de que ya no estaba solo. Dos cuerpos se escondían en la noche. Conforme avanzaba podía distinguir a las dos figuras, tan cerca la una de la otra que los límites entre ellas eran imperceptibles. Eran un hombre y una mujer jóvenes. Se besaban con urgencia, con necesidad. Era como si tras aquella noche no hubiese un mañana. Los tenía casi al lado pero la pareja no advertía su presencia, estaban demasiado ensimismados el uno en el otro como para darse cuenta.
            La mujer era muy guapa, aunque aquellas ojeras tratasen de impedirlo. Los rizos caían suavemente a ambos lados de su rostro. Era alta y estaba extremadamente delgada.  La guerra se había llevado también las sensuales curvas de las mujeres. El hombre estaba herido. Llevaba su brazo vendado y era ella la que lo abrazaba, entrelazando sus brazos entorno a su cuello. Una venda también le cubría la cabeza, parecía indicar que había recibido un fuerte golpe. El rostro no podía vérselo pues estaba de espaldas.
            La minuciosa mirada del coronel fue interceptada por la mujer, que abrió los ojos en aquel beso. Asustada, separó al hombre de sí con rapidez, pero a la vez con delicadeza. Este se giró y cuando vio allí al coronel palideció. Sus ojos se llenaron de miedo, miró a la mujer y devolvió la mirada al coronel con impaciencia.
            El coronel sencillamente giró sobre sus tobillos, fingiendo indiferencia. Para él, el coronel Fiedler, todos aquellos soldados eran rostros anónimos; pero para aquellos soldados, la cara del coronel Fiedler era inconfundible.
            Los recuerdos se desataron en su mente al ver a aquellos dos jóvenes besarse. La pesadilla volvía a atormentarlo, como un martillo que lo golpeaba a cada segundo. En la noche había silencio, pero el trauma no se callaba en su cabeza.
            Corrió y corrió tratando de dejar atrás sus remordimientos. Finalmente, exhausto, llegó a la puerta de su casa. Metió la llave en la cerradura y la giró; pero antes de cerrar la puerta tras de sí pudo escuchar muy cerca el sonido de cuatro tiros con sus correspondientes gritos ahogados.

Tres años después

Rudolf Hess, secretario de Hitler, ha sido detenido en Reino Unido
Rudolf Hess, Capitán General y jefe del partido nazi, ha sido detenido en Gran Bretaña, donde permanecía escondido. El próximo uno de octubre, será juzgado por el Tribunal Militar Internacional en la ciudad de Nuremberg. Se le acusa de crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. La acusación pide para él cadena perpetua.
            Otro más, y esto no había hecho más que empezar… Vivía en la agonía de que cada día fuera el último. Él podía ser el siguiente. Todas las precauciones eran insuficientes porque uno a uno, todos sus compañeros estaban siendo capturados. Al eterno sentimiento de culpabilidad de Egbert Fiedler se sumaba ahora el miedo. Todo el temor que él había provocado en los demás en sus tiempos de gloria se tornaba ahora en su contra.   
            Su treta era buena. Egbert Fiedler había desaparecido para siempre para dar paso a Edwin. No le había resultado difícil conseguir una documentación falsa. Sus contactos le habían facilitado lo que necesitaba. En aquel último momento de su antigua vida, ser el temido coronel Fiedler lo había salvado.
            En cuanto al escondite, también había tenido la suerte de su parte. Huyó de Sedán a Alsacia y encontró una modesta casa abandonada a las afueras de un pueblo de montaña. Aquel territorio de confrontación entre alemanes y franceses le proporcionaba la excusa perfecta. El lugar había pasado a dominio francés tras la guerra, pero al haber sido alemán esta era su lengua. Edwin era un alsaciano que hablaba alemán, sin tener por ello ninguna vinculación con los fascistas.
            Leyendo aquel periódico era consciente de que los tiempos de gloria habían dado paso a la devastación. El país había quedado totalmente destruido, su economía paralizada y su fuerte sistema político aniquilado. Lo peor de todo era la caída de su ideología, ahora condenada y detestada. Eran tantas las personas que sostenían aquella imponente muralla que a él nunca se le había pasado por la cabeza que el castillo pudiese hundirse, y con él, todos los que habitaban dentro. ¿Cómo había sido posible?
            El problema no era solo que los fascistas fueran perseguidos, sino el odio que hacia ellos tenía la población. Había escuchado, en aquel mismo bar, ocasiones en las que grupos de franceses habían torturado a sospechosos de tener lazos con el pasado alemán, sin hacer distinciones entre que estos fueran alemanes o franceses. La guerra había sido extremadamente cruenta y había generado muchísimo odio.
            Aquel camarero, de rostro ufano, era uno de los cabecillas de estas organizaciones antifascistas. Edwin lo detestaba, pero era inteligente: “si no puedes con el enemigo, únete a él”. Estando en aquel bar cada tarde escuchaba atento quiénes serían las próximas víctimas, de quiénes se sospechaba, cuándo saldrían a actuar y por qué torturas se decantarían para sus víctimas.
            Dio un largo trago a su cerveza y cerró el periódico. El alcohol empezaba a ayudarle. Pasaba los días en la barra de ese bar. Conocía a todos los que había allí sentados, aunque no le gustaba relacionarse con ellos por miedo a que lo descubriese.
            En aquel momento la puerta se abrió y entraron dos mujeres. Iban bien vestidas, quizás demasiado elegantes para un simple viernes por la tarde. Una era bajita, con unas bonitas curvas y el rostro aniñado. La otra era alta y esbelta. Tenía unos rasgos muy marcados, con unos ojos enormes y los labios gruesos.
            Esa mujer le recordaba muchísimo a alguien, pero no lograba saber a quién. Despertaba en él amargos recuerdos y lo más intrigante era que no conseguía encontrar la relación entre aquella mujer y sus oscuros recuerdos.
            Hoy llevaba el pelo suelto, los mechones rizados caían suavemente rodeando su rostro.       La intriga era cada vez más fuerte y por eso ya no le importaba que ella lo descubriese. Insistentemente, la miraba. Hoy le resultaba especialmente familiar.
            Como era de esperar, la chica detectó sus miradas. Sus ojos chocaron. Era aquella mujer a la que había visto una noche en Sedán besando a uno de sus soldados. Ella lo había reconocido. Se había quedado perpleja al encontrarlo allí.
            Tenía que escapar de aquel bar antes de que fuera demasiado tarde. Si decía quien era él, si descubría su verdadera identidad, sería su fin. Se levantó de su banqueta y rápidamente echó a andar hacia la puerta, sin dejar de mirar a la mujer. Ella le devolvía la mirada asustada.
-          ¿Dónde cree usted que va? –le gritó el camarero. El corazón de Edwin dio un vuelco.- ¡Haga el favor de pagar sus cervezas!
            Edwin respiró aliviado. Por un momento, pensó que la mujer ya había dado el chivatazo. Volvió a la barra, entregó un billete al camarero, esperó sus vueltas y de nuevo corrió hacia la puerta. Pero cuando buscó a la mujer con la mirada, no estaba. Ella había sido más rápida. Edwin estaba perdido.
            Salió al frío de la noche y comenzó a correr, todo lo rápido que pudo. Las dos veces que había visto a aquella mujer había acabado corriendo en la oscuridad y el frío de la noche. Las luces de la ciudad brillaban tenues en el negro cielo; eran sus únicas estrellas. Todo le recordaba a la primera vez que se encontró con la joven.
            En aquel momento todo encajó. Lo comprendió todo: aquella mirada asustada de la mujer y su rápida huída. Él no era el único en aquel bar con un secreto que ocultar y del cual dependía todo. Inmediatamente, dio la vuelta y echó a correr hacia el bar. Era tarde, pero con suerte todavía estaría abierto.         
-          Perdone usted, ¿conoce a la mujer que estaba sentada hace una media hora allí? – le preguntó al camarero señalando su mesa.
-          Sí, claro. Es una chica del pueblo, Fleurt Leblanc. Es enfermera, durante la guerra acogía en su casa a los heridos. Es una buena chica.
-          Su bondad fue tal que no solo ayudó a los suyos, sino también a los enemigos -le contestó Edwin con malicia.- Y no solo con sus heridas físicas. Todos sabemos que durante la guerra los soldados están muy faltos de amor…
            Salió del bar orgulloso. Sabía que la mujer se había ido del bar antes que él, por lo que no le había tenido tiempo para descubrirlo. Cuando quisiera desvelar la identidad de Edwin, ya no tendría ninguna credibilidad.
            Tranquilo de nuevo, decidió que sería espectador de su victoria. Ocultó en una esquina, esperó a que los hombres salieran del bar y los siguió. Eran siete para vencer a una sola mujer. Se detuvieron enfrente de una casa. Sin ningún escrúpulo, uno de ellos pegó una patada a la puerta y la tiró. Entraron todos dentro, tomaron a la chica e iniciaron su juego.
            La llevaron a un callejón escondido, donde nadie pudiese escuchar sus gritos. Nadie la salvaría, la victoria de aquellos hombres estaba asegurada. Uno de ellos la tiró al suelo de un empujón.  Ella sollozaba y se tapaba los ojos, sin poder impedir ver la que se le avecinaba. Empezaron a insultarla, a escupirle y a humillarla. Fleurt aun así luchaba, forcejeaba y pegaba patadas; pero de nada servía. No era que ellos fueran más fuertes, sencillamente eran más. A su valentía solo había golpes como respuesta.
            Uno de ellos sacó unas tijeras y empezaron a cortarle el pelo. Fleurt rezaba porque su pelo fuera el único abrigo que esa noche le quitaran. Edwin sabía que no sería así. La furia de aquellos hombres era como un coche sin frenos; era demasiado tarde para detenerla. Presenció paralizado la escena, como un cobarde, al igual que siempre. No disfrutaba como esperaba, notaba la mirada perdida de ella sobre él. Era como si lo buscara. ¿Sabría que él había sido el culpable de todo esto?
            Aquella tortura estaban acabando con el cuerpo de ella y con la cordura de él. Ambos sentían cada golpe y todo lo que impacto se llevaba con él. ¿Por qué merecía aquella mujer todo esto? ¿Por haberse enamorado de la persona equivocada? El coronel Fiedler había cometido el mismo pecado, no podía condenarla así por ello.
            El único cabo que ataba a Edwin a la vida por su promesa, también había sido condenado. Era aquel cabo, aquel soldado, aquel hombre que había sido castigado por amar a quien no debía, a otro hombre. Pero, ¿por qué había sido un error? Aquella mujer no merecía ser condenada.
            El coronel Fiedler salió de su escondite y se dirigió a aquellos monstruos llevados por la lujuria con paso firme.
-          ¡Dejadla! – les gritó.
-          ¿Quién eres tú para llegar aquí dando órdenes? – preguntaron furiosos.
-          Soy el coronel Fiedler.  
            Sin dudarlo, dejaron a la muchacha y lo rodearon. El coronel Fiedler no tenía miedo, ya no. Por primera vez en su vida había dejado de huir y de mentir. No había sido valiente, sencillamente había sido justo. Solamente sintió los primero golpes, luego todo fue muy rápido. Lo dieron por muerto y lo dejaron en el suelo tirado, bañado en sangre junto a aquella mujer inerte.
            Sabía que vivía sus últimos momentos de consciencia y quizás también los de la chica. Esperaba que así fuera, que la joven al menos no pasase sus últimos momentos sola. En un último esfuerzo le dio la mano. Estaba fría y la mano del coronel caliente. Hasta aquel instante nunca habrían imaginado lo mucho que tenían en común.
            Pensó en Blaz, en su soldado. Nadie supo nunca que el coronel Fiedler había sido su pareja. Quizás lo hubiesen sometido a uno de aquellos experimentos con testosterona que buscaba un “arma” contra la homosexualidad y hubiese logrado escapar; o seguramente, estaría muerto. El soldado de la chica quizás también hubiese perecido por las graves heridas que aquella noche exhibía.
            Cuatro vidas que se iban, como las de aquellos cuatro soldados que el propio coronel había sentenciado. La guerra no distinguía entre buenos y malos, todos habían cometido atrocidades. Aquellas dos historias se habían cobrado cuatro vidas, un precio demasiado alto. En su último momento, el coronel Fiedler se arrepintió de todos los sufrimientos caudados. Por el contrario, no se arrepentía de haber amado. Pensó que ni ella, ni él, habían cometido ningún error. La guerra había sido el único error y ella sí que tuvo un precio demasiado alto.