Presenció paralizado la
escena, como un cobarde. En parte fue por el miedo que lo invadió, pero la
verdadera razón fue la mirada de hielo que recibió. Dos ojos se clavaron en él
gritándole “Ni se te ocurra moverte”. No era una súplica, era una orden. Era el
recordatorio de una vieja promesa…
Sintió que algo se desgarraba en su interior al ver a la
persona a la que amaba en el suelo, arrastrada por dos soldados. Sabía donde
acabaría y sabía por qué la llevarían allí. No era justo. Él también debería
ir, debían compartir su culpabilidad, no podían abandonarse ahora después de
tan larga lucha. Pero lo hizo: el coronel Fiedler se quedó allí, impasible por
fuera y destrozado por dentro.
No podía dormir o comer; tampoco vivir. La culpabilidad
lo sepultaba. En un vago intento por justificarse recordó la conversación de
aquella noche. Estaban escondidos, como siempre, sin siquiera importarles. En
ocasiones olvidaban que aquel escondite formaba parte de su condena por hacer
algo que no era lo correcto.
La mente del coronel hacía justicia a cada detalle de los
momentos allí vividos. El sonido de los nudillos en la puerta, cómo esta se
abría en un chirrido, aquel saludo en forma de sonrisa, la mirada estudiosa que
se fundía con la piel y todo lo demás… Palabra por palabra, rememoró la
conversación a la que ahora se aferraba porque, a fin de cuentas, era el único
cabo que lo unía a este mundo.
-
Si algún día nos descubriesen, sabes que lo
pagaremos con la vida. Una vida es un precio demasiado alto, no es necesario
pagarlo con dos.
Los ojos
brillaban a la luz de la única vela que alumbraba aquel refugio. Pero ellos no
llorarían, eran personas a las que la guerra había hecho fuertes.
-
Egbert, –así llamaba al Coronel Fiedler- prométeme
que si algo ocurriese, lucharás por tu vida y tratarás de ser feliz. Podría
pagarlo con mi vida, pero no con la tuya.
-
No puedes pedirme eso. Esto es cosa de dos y en ese momento –el
corazón del general se encogió de tan solo imaginarlo- seguiría siendo cosa de
dos.
-
Necesito que me lo prometas, Egbert. De lo
contrario, no podría continuar con esto. Perder dos vidas es demasiado.
No podía ser el fin. Aquello debía seguir como fuera, a
cualquier precio, fuese una vida, o una promesa cobarde. Todavía quedaba la
esperanza de que aquel fatídico día nunca llegase y el secreto permaneciese
para siempre encerrado en aquella habitación hasta el olvido.
El pacto se cerró con un beso. Fue un beso tranquilo para
un bando, que había vencido y había puesto fin a su más profundo miedo. También
lo fue para el otro bando, que sabía que por el momento habría mucho más besos
y confiaba en que su fin nunca llegaría.
El hombre trató de perderse en aquel recuerdo,
prologándolo indefinidamente. Era doloroso, pero prefería encerrarse en él que
hacer conjeturas con el presente. ¿Dónde estaría? ¿Estaría sufriendo en
aquellos momentos? Esperaba que no… Pero no podía engañarse, él había visitado
los campos de concentración y sabía lo que allí ocurría. Quizás hubiese logrado
escapar, aunque ¿cómo? Era imposible escapar. Seguramente hubiera muerto… ¡No!
¡NO! No podía morir.
Dos golpes en la puerta lo despertaron de su pesadilla
personal. Era el sargento Burkhard, con su flamante uniforme. El sargento se
sitúo frente a la mesa con paso seguro, el general se levantó de su silla y se
saludaron con el brazo en alto.
-
Heil Hitler!
El
rostro del sargento revelaba temor y preocupación. Se le notaba tenso. Aquello
no auguraba buenas noticias.
-
¿Qué ha sucedido? – preguntó firme el coronel
Fiedler.
-
Nuestros soldados han sido atacados por
sorpresa en las colinas de las Ardenas. Se trataba de un grupo de maquis,
pertenecientes al Frente Nacional.
-
Nuestros hombres están preparados para el combate
y están dotados de las mejores armas, no como esos sucios maquis. No tienen
siquiera un mendrugo de pan que llevarse a la boca, ¿con qué van a enfrentarse
a nosotros? ¿Nos arrojarán palos y piedras? –se burlaba el coronel.
-
Lo cierto, mi coronel, es que iban armados.
Habían recibido un envío de armas desde Londres vía paracaídas.
-
¡Estúpidos ingleses! – exclamó furioso-
¡Nunca aprenderán a dejar de meter sus narices! Espero que nuestros soldados
les hayan demostrado a los maquis quién manda ahora aquí, porque así ha sido
¿verdad sargento? – preguntó acusando al hombre con la mirada.
-
Verá Coronel, los franceses doblaban en
número a nuestros soldados, los atacaron por sorpresa y la zona de las Ardenas
constituye un obstáculo considerable…
-
¡No me venga con excusas sargento Burkhard! –lo
interrumpió el coronel- ¿A cuántos hemos perdido?
-
A ocho de los nuestros – contestó armándose
de valor.
-
¿Y los otros diez?
-
Se vieron forzados a huir.
-
¡¿Huir?! – el coronel estaba fuera de sí.
Esta era la reacción que el sargento temía. No era la primera vez que vivía
algo así y ahora llegaba el momento que más lo atemorizaba. - Traiga ante mí a cuatro
de esas ratas cobardes inmediatamente.
El
sargento salió rápidamente del despacho, como un perro asustado con el rabo
entre las piernas. Mientras tanto, el coronel abrió el primer cajón de su
escritorio victoriano para sacar una lujosa caja. En ella guardaba los mejores
puros de importación, guardados especialmente para ocasiones como esta. Uno por
uno los observaba con detalle pensando por cuál se decantaría. En aquellos
momentos, el sargento Burkhard también se enfrentaba a una elección, aunque
mucho más complicada.
Antes de
que el coronel Fiedler hubiese elegido su puro, el sargento Burkhard había
elegido a cuatro de sus hombres. Los soldados llegaron asustados al despacho,
temiendo lo peor. Uno de ellos lloraba y se afanaba por ocultarlo, secándose
compulsivamente los ojos con la manga del uniforme. Al entrar en el despacho
saludaron a la vez; brazo en alto, alma en el suelo.
-
Durante la Primera Guerra Mundial, los
enemigos trataban de plasmar a los alemanes en sus cárteles como hombres
débiles y llorones. Yo estaba seguro de que era una mentira más del enemigo.
Pensé que era cierto lo que dicen: “Cuando llega la guerra, la primera víctima
es la verdad”. Tan solo era un intento absurdo de propaganda incomparable a la
del gran Goebbels. Pero viéndoles a ustedes esta noche me pregunto si no
tendrían razón los enemigos. Los cobardes como ustedes son la vergüenza de
Alemania. ¿Qué hacen ustedes por defender su noble patria? Yo se lo diré: no
hacen nada. Por ello, no merecen tener el honor de ser ciudadanos alemanes.
El momento estaba a punto de llegar, ahora solo quedaba tener
fe. Los hombres rezaban por su vida y el sargento Burkhard rezaba porque la
orden no llegara una vez más. Pero Dios se escondía en tiempos de guerra.
-
¡Sargento Burkhard, que Alemania de a estos
hombres lo que de Alemania merecen!
Así sentenció un hombre a cuatro. Mientras el coronel
continuaba examinando los puros, de espaldas a la escena: cinco hombres entre
súplicas de clemencia al sargento y lágrimas abandonaban aquel despacho en dirección
a la muerte.
Finalmente, el coronel Fiedler se decantó por un puro
habano envuelto en papel de plata que le había regalado un amigo hacía cinco
años. Salió a la calle bajo un cielo totalmente negro, sin una sola estrella.
Parecían esconderse para no ser testigo de los crímenes de aquella guerra. Caminaba
en soledad, en un silencio sepulcral solo interrumpido por la cerilla que
encendería su puro. Sin apenas darse cuenta comenzaba a adentrarse en la
ciudad. Sedán se levantaba levemente iluminada en la oscuridad.
Fue al girar en una esquina cuando el coronel se percató
de que ya no estaba solo. Dos cuerpos se escondían en la noche. Conforme
avanzaba podía distinguir a las dos figuras, tan cerca la una de la otra que
los límites entre ellas eran imperceptibles. Eran un hombre y una mujer
jóvenes. Se besaban con urgencia, con necesidad. Era como si tras aquella noche
no hubiese un mañana. Los tenía casi al lado pero la pareja no advertía su
presencia, estaban demasiado ensimismados el uno en el otro como para darse
cuenta.
La mujer era muy guapa, aunque aquellas ojeras tratasen
de impedirlo. Los rizos caían suavemente a ambos lados de su rostro. Era alta y
estaba extremadamente delgada. La guerra
se había llevado también las sensuales curvas de las mujeres. El hombre estaba
herido. Llevaba su brazo vendado y era ella la que lo abrazaba, entrelazando
sus brazos entorno a su cuello. Una venda también le cubría la cabeza, parecía
indicar que había recibido un fuerte golpe. El rostro no podía vérselo pues estaba
de espaldas.
La minuciosa mirada del coronel fue interceptada por la
mujer, que abrió los ojos en aquel beso. Asustada, separó al hombre de sí con
rapidez, pero a la vez con delicadeza. Este se giró y cuando vio allí al
coronel palideció. Sus ojos se llenaron de miedo, miró a la mujer y devolvió la
mirada al coronel con impaciencia.
El coronel sencillamente giró sobre sus tobillos,
fingiendo indiferencia. Para él, el coronel Fiedler, todos aquellos soldados
eran rostros anónimos; pero para aquellos soldados, la cara del coronel Fiedler
era inconfundible.
Los recuerdos se desataron en su mente al ver a aquellos
dos jóvenes besarse. La pesadilla volvía a atormentarlo, como un martillo que
lo golpeaba a cada segundo. En la noche había silencio, pero el trauma no se
callaba en su cabeza.
Corrió y corrió tratando de dejar atrás sus
remordimientos. Finalmente, exhausto, llegó a la puerta de su casa. Metió la
llave en la cerradura y la giró; pero antes de cerrar la puerta tras de sí pudo
escuchar muy cerca el sonido de cuatro tiros con sus correspondientes gritos
ahogados.
Tres
años después
Rudolf Hess, secretario de
Hitler, ha sido detenido en Reino Unido
Rudolf
Hess, Capitán General y jefe del partido nazi, ha sido detenido en Gran
Bretaña, donde permanecía escondido. El próximo uno de octubre, será juzgado
por el Tribunal Militar Internacional en la ciudad de Nuremberg. Se le acusa de
crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. La acusación pide para él
cadena perpetua.
Otro más, y esto no había hecho más que empezar… Vivía en
la agonía de que cada día fuera el último. Él podía ser el siguiente. Todas las
precauciones eran insuficientes porque uno a uno, todos sus compañeros estaban
siendo capturados. Al eterno sentimiento de culpabilidad de Egbert Fiedler se
sumaba ahora el miedo. Todo el temor que él había provocado en los demás en sus
tiempos de gloria se tornaba ahora en su contra.
Su treta era buena. Egbert Fiedler había desaparecido
para siempre para dar paso a Edwin. No le había resultado difícil conseguir una
documentación falsa. Sus contactos le habían facilitado lo que necesitaba. En
aquel último momento de su antigua vida, ser el temido coronel Fiedler lo había
salvado.
En cuanto al escondite, también había tenido la suerte de
su parte. Huyó de Sedán a Alsacia y encontró una modesta casa abandonada a las
afueras de un pueblo de montaña. Aquel territorio de confrontación entre
alemanes y franceses le proporcionaba la excusa perfecta. El lugar había pasado
a dominio francés tras la guerra, pero al haber sido alemán esta era su lengua.
Edwin era un alsaciano que hablaba alemán, sin tener por ello ninguna
vinculación con los fascistas.
Leyendo aquel periódico era consciente de que los tiempos
de gloria habían dado paso a la devastación. El país había quedado totalmente
destruido, su economía paralizada y su fuerte sistema político aniquilado. Lo
peor de todo era la caída de su ideología, ahora condenada y detestada. Eran
tantas las personas que sostenían aquella imponente muralla que a él nunca se
le había pasado por la cabeza que el castillo pudiese hundirse, y con él, todos
los que habitaban dentro. ¿Cómo había sido posible?
El problema no era solo que los fascistas fueran
perseguidos, sino el odio que hacia ellos tenía la población. Había escuchado,
en aquel mismo bar, ocasiones en las que grupos de franceses habían torturado a
sospechosos de tener lazos con el pasado alemán, sin hacer distinciones entre
que estos fueran alemanes o franceses. La guerra había sido extremadamente
cruenta y había generado muchísimo odio.
Aquel camarero, de rostro ufano, era uno de los
cabecillas de estas organizaciones antifascistas. Edwin lo detestaba, pero era
inteligente: “si no puedes con el enemigo, únete a él”. Estando en aquel bar
cada tarde escuchaba atento quiénes serían las próximas víctimas, de quiénes se
sospechaba, cuándo saldrían a actuar y por qué torturas se decantarían para sus
víctimas.
Dio un largo trago a su cerveza y cerró el periódico. El
alcohol empezaba a ayudarle. Pasaba los días en la barra de ese bar. Conocía a
todos los que había allí sentados, aunque no le gustaba relacionarse con ellos por
miedo a que lo descubriese.
En aquel momento la puerta se abrió y entraron dos
mujeres. Iban bien vestidas, quizás demasiado elegantes para un simple viernes
por la tarde. Una era bajita, con unas bonitas curvas y el rostro aniñado. La
otra era alta y esbelta. Tenía unos rasgos muy marcados, con unos ojos enormes
y los labios gruesos.
Esa mujer le recordaba muchísimo a alguien, pero no
lograba saber a quién. Despertaba en él amargos recuerdos y lo más intrigante
era que no conseguía encontrar la relación entre aquella mujer y sus oscuros
recuerdos.
Hoy llevaba el pelo suelto, los mechones rizados caían
suavemente rodeando su rostro. La
intriga era cada vez más fuerte y por eso ya no le importaba que ella lo
descubriese. Insistentemente, la miraba. Hoy le resultaba especialmente
familiar.
Como era de esperar, la chica detectó sus miradas. Sus
ojos chocaron. Era aquella mujer a la que había visto una noche en Sedán
besando a uno de sus soldados. Ella lo había reconocido. Se había quedado
perpleja al encontrarlo allí.
Tenía que escapar de aquel bar antes de que fuera
demasiado tarde. Si decía quien era él, si descubría su verdadera identidad,
sería su fin. Se levantó de su banqueta y rápidamente echó a andar hacia la
puerta, sin dejar de mirar a la mujer. Ella le devolvía la mirada asustada.
-
¿Dónde cree usted que va? –le gritó el camarero.
El corazón de Edwin dio un vuelco.- ¡Haga el favor de pagar sus cervezas!
Edwin respiró aliviado. Por un momento, pensó que la
mujer ya había dado el chivatazo. Volvió a la barra, entregó un billete al
camarero, esperó sus vueltas y de nuevo corrió hacia la puerta. Pero cuando
buscó a la mujer con la mirada, no estaba. Ella había sido más rápida. Edwin
estaba perdido.
Salió al frío de la noche y comenzó a correr, todo lo
rápido que pudo. Las dos veces que había visto a aquella mujer había acabado
corriendo en la oscuridad y el frío de la noche. Las luces de la ciudad
brillaban tenues en el negro cielo; eran sus únicas estrellas. Todo le
recordaba a la primera vez que se encontró con la joven.
En aquel momento todo encajó. Lo comprendió todo: aquella
mirada asustada de la mujer y su rápida huída. Él no era el único en aquel bar
con un secreto que ocultar y del cual dependía todo. Inmediatamente, dio la
vuelta y echó a correr hacia el bar. Era tarde, pero con suerte todavía estaría
abierto.
-
Perdone usted, ¿conoce a la mujer que estaba
sentada hace una media hora allí? – le preguntó al camarero señalando su mesa.
-
Sí, claro. Es una chica del pueblo, Fleurt
Leblanc. Es enfermera, durante la guerra acogía en su casa a los heridos. Es
una buena chica.
-
Su bondad fue tal que no solo ayudó a los
suyos, sino también a los enemigos -le contestó Edwin con malicia.- Y no solo
con sus heridas físicas. Todos sabemos que durante la guerra los soldados están
muy faltos de amor…
Salió
del bar orgulloso. Sabía que la mujer se había ido del bar antes que él, por lo
que no le había tenido tiempo para descubrirlo. Cuando quisiera desvelar la
identidad de Edwin, ya no tendría ninguna credibilidad.
Tranquilo de nuevo, decidió que sería espectador de su
victoria. Ocultó en una esquina, esperó a que los hombres salieran del bar y
los siguió. Eran siete para vencer a una sola mujer. Se detuvieron enfrente de
una casa. Sin ningún escrúpulo, uno de ellos pegó una patada a la puerta y la
tiró. Entraron todos dentro, tomaron a la chica e iniciaron su juego.
La llevaron a un callejón escondido, donde nadie pudiese
escuchar sus gritos. Nadie la salvaría, la victoria de aquellos hombres estaba
asegurada. Uno de ellos la tiró al suelo de un empujón. Ella sollozaba y se tapaba los ojos, sin
poder impedir ver la que se le avecinaba. Empezaron a insultarla, a escupirle y
a humillarla. Fleurt aun así luchaba, forcejeaba y pegaba patadas; pero de nada
servía. No era que ellos fueran más fuertes, sencillamente eran más. A su valentía
solo había golpes como respuesta.
Uno de ellos sacó unas tijeras y empezaron a cortarle el
pelo. Fleurt rezaba porque su pelo fuera el único abrigo que esa noche le
quitaran. Edwin sabía que no sería así. La furia de aquellos hombres era como
un coche sin frenos; era demasiado tarde para detenerla. Presenció paralizado
la escena, como un cobarde, al igual que siempre. No disfrutaba como esperaba,
notaba la mirada perdida de ella sobre él. Era como si lo buscara. ¿Sabría que
él había sido el culpable de todo esto?
Aquella tortura estaban acabando con el cuerpo de ella y
con la cordura de él. Ambos sentían cada golpe y todo lo que impacto se llevaba
con él. ¿Por qué merecía aquella mujer todo esto? ¿Por haberse enamorado de la
persona equivocada? El coronel Fiedler había cometido el mismo pecado, no podía
condenarla así por ello.
El único cabo que ataba a Edwin a la vida por su promesa,
también había sido condenado. Era aquel cabo, aquel soldado, aquel hombre que
había sido castigado por amar a quien no debía, a otro hombre. Pero, ¿por qué
había sido un error? Aquella mujer no merecía ser condenada.
El coronel Fiedler salió de su escondite y se dirigió a aquellos
monstruos llevados por la lujuria con paso firme.
-
¡Dejadla! – les gritó.
-
¿Quién eres tú para llegar aquí dando
órdenes? – preguntaron furiosos.
-
Soy el coronel Fiedler.
Sin dudarlo, dejaron a la muchacha y lo rodearon. El
coronel Fiedler no tenía miedo, ya no. Por primera vez en su vida había dejado
de huir y de mentir. No había sido valiente, sencillamente había sido justo.
Solamente sintió los primero golpes, luego todo fue muy rápido. Lo dieron por
muerto y lo dejaron en el suelo tirado, bañado en sangre junto a aquella mujer
inerte.
Sabía que vivía sus últimos momentos de consciencia y
quizás también los de la chica. Esperaba que así fuera, que la joven al menos
no pasase sus últimos momentos sola. En un último esfuerzo le dio la mano.
Estaba fría y la mano del coronel caliente. Hasta aquel instante nunca habrían
imaginado lo mucho que tenían en común.
Pensó en Blaz, en su soldado. Nadie supo nunca que el
coronel Fiedler había sido su pareja. Quizás lo hubiesen sometido a uno de
aquellos experimentos con testosterona que buscaba un “arma” contra la homosexualidad
y hubiese logrado escapar; o seguramente, estaría muerto. El soldado de la
chica quizás también hubiese perecido por las graves heridas que aquella noche
exhibía.
Cuatro vidas que se iban, como las de aquellos cuatro
soldados que el propio coronel había sentenciado. La guerra no distinguía entre
buenos y malos, todos habían cometido atrocidades. Aquellas dos historias se
habían cobrado cuatro vidas, un precio demasiado alto. En su último momento, el
coronel Fiedler se arrepintió de todos los sufrimientos caudados. Por el
contrario, no se arrepentía de haber amado. Pensó que ni ella, ni él, habían
cometido ningún error. La guerra había sido el único error y ella sí que tuvo
un precio demasiado alto.
El frio congelaba las entrañas, marchitando las rosas crecidas en la mirífica estación de la primavera. El viento soplaba con una fuerza inexpugnable, imposibilitando cualquier intento de huir del escondite. De repente, se escuchó el rumor de unos andares, de unos caminares que a ritmo raudo se acercaban al lugar donde se encontraba ella. Sabía que era él. Cuando llegó, ella con el simple gesto de contemplar su mirada, rompió a llorar. Las palabras sobraban. La carencia de brillo en sus ojos daban fe de que él jamás anhelado destino se cumpliría: el enemigo fascista iba a ganar la guerra. Él la abrazó con energía, con vehemencia, con pasión, derramando de sus ojos también tímidas lágrimas. Ella invocó a la calma y se tranquilizó, cesando su gimoteo descorazonador. Le besó. Él contemplo su rostro, dejándose esclavizar por sus ojos prohibidos y obscenos. Al momento, el sueño invadió vorazmente la pareja. Debían descansar. El mañana sería duro.
ResponderEliminarDespertaron. Se dieron un esperanzador beso, como de costumbre. Desayunaron velozmente. Cogieron la mochila y el fusil para enzarzarse en la titánica tarea de emprender el camino hacía tierra libertad. Lugar donde la represión fascista brillaba por su ausencia, donde la crueldad de la injusticia era mitigada por la solidaridad del estado y del pueblo, donde la violencia capitalista temerosa de la revolución social, de las ideas de Bakunin o Marx no existía, donde fluctuaban libremente sin condena ideas de revolución, de rebeldía, de conciencia crítica. Pensamientos subversivos que no se dejaban embaucar, esclavizar, ni manipular por la retórica atroz del sistema liberal. Los milicianos emprendieron el camino sin más dilación.
Al rato, bajaron de la sierra que les cobijaba, para adentrarse en un pueblo pequeño. La población se encontraba a muy poco de la tierra prometida, de la deseada libertad. Cuando llegaron al municipio observaron una calma preocupante. Dos calles andadas abajo había una taberna. El rotulo resplandeciente en su fachada sorprendió alegremente a la pareja: “La Libertad”. Ellos sin vacilar, ni meditarlo medio segundo entraron en tal lúgubre lugar. Tal establecimiento parecía otro mundo. La gente reía, jugaba, bailaba, debatía, agitando las conciencias acompañados del correspondiente trago de Ron o Vodka. La pared estaba repleta de pancartas, carteles y retratos que incitaban a la reflexión, además de recordar con nostalgia luchas pasadas que daban un aliento inaudito para permanecer en la dura contienda. Al fondo del lugar, se escuchaba una música familiar, revolucionaria. Se fundían en el ambiente la magia del acordeón, el rasgueo desenfrenado de las cuerdas del violín, la voz ronca del cantante, el sentimiento tradicional de los sonidos de la dulzaina y el ritmo miliciano de la caja. Sin embargo, ella se fijo detenidamente en una estantería alumbrada por una luz tenue donde habitaban libros censurados, es decir, literatura prohibida. Se acercó con entusiasmo y empezó a leer títulos de los innumerables escritos que contenía tal estantería. Observó novelas que narraban historias trágicas, de amor, de contestación social. Poesía que emanaba de su interior romanticismo. Dramas, obras teatrales que mostraban lo absurdo, lo ruin que era el sistema mercantilista. La noche empezaba a caer. Ellos se alojaron en tal suntuosa guarida. Mañana llegarían a la tierra de la libertad, la igualdad y la fraternidad. No obstante, ignoraban que estaban durmiendo en el lugar soñado, en la quimera encarnada en modo de local, que toda persona libertaria, revolucionaria hubiera querido estar. Habían llegado sin saberlo a tierra libertad.
PD: Los maquis no pertenecían al Frente Nacional. El Frente Nacional era el fascista. En la Segunda Guerra Mundial, no había frente nacional contra los nazis, era el ejército. Un beso.