Cerró de portazo el coche, como si así fuera suficiente para
que nadie pudiese entrar. Por eso no echó la llave, tan confiada como siempre.
La realidad es que quería que entraran y que robaran todo lo que allí quedaba,
ella no lo quería, ni lo necesitaba. O eso creía…
La
radio se quedó puesta para poner banda sonora al momento. Cuando ya se alejaba
de allí pudo escuchar la cadencia final. Creyó o quiso oír una cadencia plagal,
pero era imperfecta. Después, esta dio paso al silencio de sonata de la noche,
con acompañamiento de viento-madera y grillo solista.
Los pasos
la condujeron al mar. Era una noche paradójica en la que la arena hervía más
que el agua y le abrasaba los pies. Rompían bambollas en el mar y brotaban las
olas en la piel. Aunque incluso el aire quemara, se sentía fría. Cuenta la
leyenda que aquella noche nació la única lágrima helada. Pero es tan solo una
leyenda, porque esto nunca ocurrió. No hay pruebas, la lágrima se licuó y voló
vaporosa a la atmósfera. Tampoco hay testigos, y la protagonista se suicidó de
amnesia.
La
chica no se desnudó para hacerse al agua. Se sentía pudorosa ante la luna, la
arena y las estrellas tan blancas. Se quedó con el pantalón y el fular púrpura.
La joven nadó sobre la arena y corrió sobre el mar. Hizo una maratón hasta
perderse y solo se distinguía una larga cabellera rizada y oscura, solo un
camaleón en aquel mar. La intención era no volver, no dejarse arrastrar. Las
olas no cedieron y la llevaron a la orilla contra su voluntad, como Venus sin
concha, sin aviso previo a Botticelli.
La
arrastraron violentamente, en una furiosa batalla contra su cuerpo de trapo. La
inundaron por dentro, para debilitarla aun más. Cuando llegó a la lengua del
mar gateó hasta la arena seca para desplomarse sobre su espalda. Tosió y tosió,
tratando de expulsar a la cruel invasora. Aunque aquella fuente se secó y toda el
agua salió a la superficie, la riada dejó su cauce de sal al paso. Los granos
de sal, como escaladores, se amarraban fuertemente a las paredes de su
garganta. Escocía, y ahora también por dentro, se quemaba.
Trató
de llenarse un vaso de aire fresco que la quemaba, pero el aire era libre, no
quería ser embotellado. No había remedio, se ahogaba.
Entonces
escuchó el canto de un pajarillo. Un ruiseñor interrumpía su melodía para
picotearla la mano, trataba de despertarla cuando ya sus ojos se desplomaban.
Él no sabía que la ayudaba a ella, solo clamaba su ayuda. La joven se
incorporó, observó a la criatura y vio su ala rota. Sintió lástima, olvidó por
un instante sentir lástima de sí misma. Quería ayudarlo y lo haría. Pero
entonces la interrumpió una mirada espía. Los ojos amarillos de la lechuza que
la acosaban en la oscuridad. Un brillo conocido en aquel océano lúgubre que la
distrajo de su nueva misión.
El
ruiseñor volvió a picotearla, reclamando su atención. Huyeron los ojos de la
chica de la lechuza para volver al ruiseñor, pero ya no estaba. Ante su
sorpresa había un sapo, también con el anca rota. Esta vez nada la distraería. Con
cuidado para no asustar a la pequeña criatura, acercó sus manos a él. El sapo
saltó al agua, huía. No podía ser, quería ayudarlo: invertir en presente para
cerrar deudas de pasado y ganar futuro. Lo buscaría. El mar se había convertido
en charca, laguna oscura para los de visión idílica. No importaba, saltó al
agua en su busca.
Entonces
el agua de la charca se transformó en una masa animal. El verde agua era ahora
una masa de anfibios que saltaban, la rodeaban, la arrastraban, la perseguían,
la estiraban. Ella persistía en su búsqueda imposible, jamás lo encontraría y
le habría gustado salvar a aquel pobre animal, ya que ella no podían salvarla. Los
ojos le escocían en aquella laguna de agua salada, no veía nada en la negrura,
no se acostumbraban. Llegó un momento en que era imposible vencer a la marea
verde y se rindió. En lo irracional, la salida más racional es petrificar la
mente. Una vez más, las olas de aquel mar jugaron con su frágil cuerpo hasta el
amanecer.
Con los
primeros rayos de luz la marea se calmó. Logró emerger a la superficie y
descubrió que ya no había más sapos. Aquel verde mar era ahora de hojas de
parra. Vuelta a casa tras el naufragio. Las olas la habían despojado de todo,
hasta de sus ropas. Se arrastró sobre la arena, ahora fina y templada. Y allí
reposó, mientras su pecho recuperaba el compás. Protegida por el día, tras una
noche de pesadilla.
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