martes, 20 de noviembre de 2012

Los errores son arte


Primera pregunta: ¿es necesario el arte? Para mí, sin ninguna duda, lo es. Me negaría a vivir en un insulso mundo sin arte y le deseo suerte al valiente que se atreva a intentarlo. Pero ahora viene la pregunta más compleja. ¿Por qué es necesario el arte?

Esto fue lo que se preguntó Hegel. El filósofo llegó a una conclusión que no he podido quitarme de la cabeza en todo el día. La razón de ser del arte es la necesidad del hombre de autorepresentarse para conocerse. El arte, por ser expresión del espíritu, nos proporciona un conocimiento de nosotros mismos que previamente no teníamos.

Parece complicado, pero cuando consigues entenderlo es apasionante. Cuando empiezas a escribir un texto nunca sabes dónde acabarás. Te dejas llevar por el rítmico traqueteo de las teclas, sin saber cuál será el final de la historia. Es así como te topas frente a un texto en el que has escrito sobre sensaciones que no parecían relevantes para ti, pero que por alguna razón han escapado (lo que significa que estaban dentro). Descubres en el texto esperanzas, dilemas, recuerdos perdidos, anhelos y miedos. Es cierto, el arte es un proceso de autoconocimiento, de búsqueda de ti mismo.

El arte es desatarse, explosionar y ver hasta donde se llega, olvidar límites. Es ir siguiendo un hilo, anudado a otro, y seguir su camino hasta perderse en el lugar. Extrapolando a Hegel hasta el extremo, siguiendo un entramado racional hacia lo irracional, he llegado a una conclusión. Muchos de nuestros errores son arte.

Lo más bello es que estos errores son los de nuestra parte irracional, la más puramente humana. Cuando hablo de irracional me refiero a sentir. Dicen que los animales son irracionales, pero para mí el ser humano es el animal más irracional. Una persona cuando piensa es racional, cuando actúa es irracional. Hay un juego de contradicciones dentro de nosotros.

Pero si hablamos de sentir, seamos irracionales. Las pasiones no siguen la lógica, no intentemos secuestrarlas con normas. Lo irracional sigue reglas irracionales. El problema es que la irracionalidad suele llevar al error como compañero. Cada vez que cometa un error, cuando note sutilmente el amargo sabor del arrepentimiento, pensaré que soy una artista. Me dejé llevar, abrí las ventanas a lo que llevaba dentro, me tapé los ojos para no ver lo que hacían mis manos. Me dejé sentir y me autodescubrí. No me equivoqué, solo estaba haciendo una obra de arte. Y uno nunca puede arrepentirse de haber creado arte. 

miércoles, 14 de noviembre de 2012

El pintor que se alimentaba de palomitas



Era un pintor que vivía de los cuadros que no pintaba. Desde pequeño quiso ser artista, pero la originalidad lo esquivaba. Se dedicaba a ver películas, una tras otras, perdido, buscando el refugio de la inspiración. 

Los vecinos creían que era músico porque se alimentaba de palomitas. A todas horas se oía el tamborileo de las palomitas, tratando de escapar de la sartén, o quizás de aquella casa en que la puerta casi nunca se abría. Se estancaba también el ambientador de mantequilla, a veces mezclado con aroma a quemado. Pero el sabor siempre era el mismo, disfrazado en sal. La monótona insipidez en que vivía se maquillaba como sabrosa mar. Como si allí hubiese olas… 

No distinguía de estaciones porque en su casa nunca llovía. Para él la noche era su piso de persianas bajadas, el día era la lámpara única de la mesilla. Más luz lo deslumbraría, y por eso no le gustaba la calle. Los vecinos se sorprendían al ver a aquel desconocido bohemio cruzar corriendo el portal. Siempre con prisas, dirección nada, o hacia el mismo lugar de cada ocaso.

Y así su existencia se perdía entre trazados, nunca firmes, nunca iluminados. Dormía y dormía, pero no soñaba. Creía que vivía, pensaba que respiraba, pero solo expulsaba aire enlatado.

Pero un día escuchó una percusión diferente a las palomitas o el monólogo de la televisión. No supo lo que era. Se acercó a la ventana, subió tímidamente la persiana, se asomó. Nada.  El sonido se repitió. Salió al pasillo, abrió las dos únicas puertas: cocina y baño. Nada. Volvió al comedor. Otra vez un golpe. Supo que era sobre madera. Solo se había dejado una puerta sin revisar, la que nunca utilizaba: la puerta al exterior.

Entonces vino la ilusión. Quizás alguien hubiese escuchado sobre aquel pintor. Sería algún coleccionista que querría comprar uno de sus cuadros. Corrió hacia la puerta, el momento había llegado. ¿Cuánto cobraría? ¿Sería rico? ¿Cómo se cotizaría? Pensó en aquella acuarela que un día casi dibuja. Iba a ser una silla firme, estable, oscura, fría, robusta. Y entonces tropezó con la realidad. Yacía en el suelo, sobre una silla firme, estable, oscura, fría y robusta. El golpe lo despertó. No podía vender el cuadro que nunca había pintado. ¿Y quién iba a querer contratar a un pintor sin pinturas?
Se levantó y sintió miedo. Si no era bueno, era malo. Si no era un cliente, era un ladrón. Se escondió tras el único sillón del comedor esperando que resbalaran los minutos angustiosos en el reloj. La angustia lo escondió a él, hasta hacerlo desaparecer.

Tras el temor, ilusión. Tras el miedo, la pregunta. ¿Quién sería? Sintió una palpitante curiosidad por saber quién había tocado a su puerta. La puerta del pintor perdido de cuadros opacos e invisibles. Se acercó temeroso, se estiró un poco la camisa, se tiró la melena hacia atrás y abrió.
Miró a un lado, miró a otro. Nadie lo miró. Allí habitaba el silencio, nadie más. Habían pasado demasiadas horas. Tuvo que cerrar la puerta, no fuera ser que las palomitas se fueran a escapar. No podía permitirse perder el único latido de aquella casa.