Era un pintor que vivía de los cuadros que no pintaba. Desde
pequeño quiso ser artista, pero la originalidad lo esquivaba. Se dedicaba a ver
películas, una tras otras, perdido, buscando el refugio de la inspiración.
Los vecinos creían que era músico porque se alimentaba de
palomitas. A todas horas se oía el tamborileo de las palomitas, tratando de
escapar de la sartén, o quizás de aquella casa en que la puerta casi nunca se
abría. Se estancaba también el ambientador de mantequilla, a veces mezclado con
aroma a quemado. Pero el sabor siempre era el mismo, disfrazado en sal. La monótona
insipidez en que vivía se maquillaba como sabrosa mar. Como si allí hubiese
olas…
No distinguía de estaciones porque en su casa nunca llovía. Para
él la noche era su piso de persianas bajadas, el día era la lámpara única de la
mesilla. Más luz lo deslumbraría, y por eso no le gustaba la calle. Los vecinos
se sorprendían al ver a aquel desconocido bohemio cruzar corriendo el portal.
Siempre con prisas, dirección nada, o hacia el mismo lugar de cada ocaso.
Y así su existencia se perdía entre trazados, nunca firmes,
nunca iluminados. Dormía y dormía, pero no soñaba. Creía que vivía, pensaba que
respiraba, pero solo expulsaba aire enlatado.
Pero un día escuchó una percusión diferente a las palomitas
o el monólogo de la televisión. No supo lo que era. Se acercó a la ventana,
subió tímidamente la persiana, se asomó. Nada.
El sonido se repitió. Salió al pasillo, abrió las dos únicas puertas:
cocina y baño. Nada. Volvió al comedor. Otra vez un golpe. Supo que era sobre
madera. Solo se había dejado una puerta sin revisar, la que nunca utilizaba: la
puerta al exterior.
Entonces vino la ilusión. Quizás alguien hubiese escuchado sobre
aquel pintor. Sería algún coleccionista que querría comprar uno de sus cuadros.
Corrió hacia la puerta, el momento había llegado. ¿Cuánto cobraría? ¿Sería
rico? ¿Cómo se cotizaría? Pensó en aquella acuarela que un día casi dibuja. Iba
a ser una silla firme, estable, oscura, fría, robusta. Y entonces tropezó con
la realidad. Yacía en el suelo, sobre una silla firme, estable, oscura, fría y
robusta. El golpe lo despertó. No podía vender el cuadro que nunca había
pintado. ¿Y quién iba a querer contratar a un pintor sin pinturas?
Se levantó y sintió miedo. Si no era bueno, era malo. Si no
era un cliente, era un ladrón. Se escondió tras el único sillón del comedor
esperando que resbalaran los minutos angustiosos en el reloj. La angustia lo
escondió a él, hasta hacerlo desaparecer.
Tras el temor, ilusión. Tras el miedo, la pregunta. ¿Quién
sería? Sintió una palpitante curiosidad por saber quién había tocado a su
puerta. La puerta del pintor perdido de cuadros opacos e invisibles. Se acercó
temeroso, se estiró un poco la camisa, se tiró la melena hacia atrás y abrió.
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