Estaba sentada. Miraba al río, o el río la miraba. El aire se agitó, tembló para dar paso al nuevo invitado. Llegaba el silencio móbil, el grito callado.
Ella se giró al oír sus pasos. Lentamente, moviendo solo la cabeza, se asomaba a la ventana de su hombro. Tímidamente, sin tirarse como acostumbraba. Era como agua destilada: diferente, de alguna forma modificada, pero con fuerza para arrastrar molinos. Después devolvió su mirada al agua, privada de todo focalizada en la nada.
- ¿Cómo estás? -él preguntó.
- Sentada.
- ¿Eres tú?
- ¿Recuerdas mi nombre?
- ¿Me extrañas? - atajó él.
- Siempre fuiste extraño - contestó sincera. Y realmente no, no lo extrañaba.
Se levantó y se deslizó. Soportaba su tacto en cada árbol que tocaba. Perdiendo la mirada haciendo de ella horizontes, hasta que llegó la barca.
Con una sonrisa despidió la nada de recuerdos dispuesta a surcar los vaivenes de aquel cálido mar.
Subir a la barca y dejarse llevar. Ir con el agua.
ResponderEliminarPor fin leo algo de ese río del que me hablabas.
Un beso María.