Hoy he ido a comprar. Ir a comprar se refiere a comida, mientras que ir de compras suele referirse a ropa o regalos (exquisiteces de la bella lengua castellana). Mi madre y yo fuimos a Consum como sublevación contra Mercadona. Nuestra fidelidad con el gigante valenciano cayó tras el programa de Salvados. Mi madre no perdona, continúa indignada porque la empresa no cediese la comida a los bancos de alimentos – aunque ahora ya lo haga (¡A buenas horas!).Yo alego también motivos “futuro-profesionales”. Están cansados de decirnos en clase que si la cuenta de Twitter de Mercadona la hubiese gestionado un periodista no hubiese llegado la sangre al río. Pero no, Juan Roig prefirió contratar a un compañero del gremio, a un especialista en marketing. No se preocupe señor Roig, que podrá subsanar su error. Estas navidades los reyes van a traer periodistas para elegir en Valencia… Exactamente, los 1200 periodistas que se quedan de patitas en la calle con el ERE de RTVV.
Pero volviendo al tema… Consum estaba emperifollado de pies a cabeza con motivo de su cita navideña. Estaba vestido para seducir. Siguió la regla de la María Isabel de “antes muerta que sencilla”: que si guirnalda por aquí, que si bolitas doradas por allá, lucecitas, campanitas y cutreces varias. Se les olvidó quitar de la puerta al hombre sentado en los cartones, que venía incluido de la campaña prenavideña. Pero era un error sin la menor importancia, total, todo el mundo prefería mirar al enorme árbol dorado que había a la entrada, que era mucho más bonito. Y ahí se quedaba el pobre “niño Jesús” huérfano, en pañales, con la mano extendida, deseando feliz navidad y esperando al buey y la mula para darle calor (no le habrá llegado la noticia de que el Papa dice que ya no existen).
Pero ante todo alegría señores. Los villancicos bien altos: “ande, ande, ande, la marimorena”. De radio nada, que solo dan malas noticias: que si el paro sube como la espuma del champán, que si nos privatizan hasta el oxígeno, que si locos con pistolas… De eso nada. Paz, amor y alegría.
En primer lugar pasamos por pescados y mariscos. Gambas, cigalas, mejillones, emperador… Las exquisiteces del castellano no son nada comparadas con un supermercado en fechas tan señaladas. Las anguilas ondeaban tras el cristal, tratando de escapar de aquella celda en el corredor de la muerte. Sus compañeros habían corrido peor suerte, que ya yacían inertes sobre el hielo. Yo miraba los carabineros con curiosidad. Lo primero, porque no sabía que eran. Perdonen mi incultura en mariscos, pero desconocía que hubiese gambas con ese nombre. En segundo lugar, me preguntaba quien estaría dispuesto a pagar 60 euros por un quilo de esas gambas. ¿Qué tienen de especial? ¿Por qué los carabineros valen 10 veces más que otras gambas? ¿Acaso no son todas gambas?
Luego fuimos a la carnicería de Consum. Había más gente que en la guerra. Y menuda variedad: cerdo, pollo, pavo, codornices, ternera… ¡Qué de animales! Estaba allí la fauna entera reunida. Los trabajadores no paraban: cogían la pieza, cuatro cortes bien limpios con un cuchillo bien afilado y listo, ¡a la bolsa! Sangre por la mesa, por herramientas y delantales.
Entonces pensé que para carnicería, la nuestra, la que se está haciendo con el país. A todo esto ya no se le pueden llamar recortes, esto son cuchillazos a mano armada. Después servidos en la bolsa, y a casa, no sin antes pasar por caja. Que eso sí, nosotros siempre pasamos religiosamente por caja, pagando nuestros impuestos; mientras, otros se van por la salida sin compra con el jamón bajo el abrigo de pieles.
Por último pasamos por los turrones. Estas Navidades compraremos turrón en cantidades industriales. Ya que el panorama no se presenta muy halagüeño, trataremos de endulzarlo un poco. Así, al menos, le daremos un sabor agridulce. Aunque a algunos les entren ganas de pegarle un buen pastillazo de turrón de jijona al carnicero.
¡Coman mucho turrón y no se atraganten con las gambas (no hace falta que sean carabineros)!
FELIZ NAVIDAD
lunes, 24 de diciembre de 2012
martes, 20 de noviembre de 2012
Los errores son arte
Primera pregunta: ¿es necesario el arte? Para mí, sin ninguna
duda, lo es. Me negaría a vivir en un insulso mundo sin arte y le deseo suerte
al valiente que se atreva a intentarlo. Pero ahora viene la pregunta más
compleja. ¿Por qué es necesario el arte?
Esto fue lo que se preguntó Hegel. El filósofo llegó a una conclusión
que no he podido quitarme de la cabeza en todo el día. La razón de ser del arte
es la necesidad del hombre de autorepresentarse para conocerse. El arte, por
ser expresión del espíritu, nos proporciona un conocimiento de nosotros mismos
que previamente no teníamos.
Parece complicado, pero cuando consigues entenderlo es
apasionante. Cuando empiezas a escribir un texto nunca sabes dónde acabarás. Te
dejas llevar por el rítmico traqueteo de las teclas, sin saber cuál será el
final de la historia. Es así como te topas frente a un texto en el que has
escrito sobre sensaciones que no parecían relevantes para ti, pero que por
alguna razón han escapado (lo que significa que estaban dentro). Descubres en
el texto esperanzas, dilemas, recuerdos perdidos, anhelos y miedos. Es cierto,
el arte es un proceso de autoconocimiento, de búsqueda de ti mismo.
El arte es desatarse, explosionar y ver hasta donde se llega,
olvidar límites. Es ir siguiendo un hilo, anudado a otro, y seguir su camino
hasta perderse en el lugar. Extrapolando a Hegel hasta el extremo, siguiendo un
entramado racional hacia lo irracional, he llegado a una conclusión. Muchos de
nuestros errores son arte.
Lo más bello es que estos errores son los de nuestra parte
irracional, la más puramente humana. Cuando hablo de irracional me refiero a
sentir. Dicen que los animales son irracionales, pero para mí el ser humano es
el animal más irracional. Una persona cuando piensa es racional, cuando actúa
es irracional. Hay un juego de contradicciones dentro de nosotros.
Pero si hablamos de sentir, seamos irracionales. Las pasiones
no siguen la lógica, no intentemos secuestrarlas con normas. Lo irracional
sigue reglas irracionales. El problema es que la irracionalidad suele llevar al
error como compañero. Cada vez que cometa un error, cuando note sutilmente el
amargo sabor del arrepentimiento, pensaré que soy una artista. Me dejé llevar,
abrí las ventanas a lo que llevaba dentro, me tapé los ojos para no ver lo que
hacían mis manos. Me dejé sentir y me autodescubrí. No me equivoqué, solo
estaba haciendo una obra de arte. Y uno nunca puede arrepentirse de haber
creado arte.
miércoles, 14 de noviembre de 2012
El pintor que se alimentaba de palomitas
Era un pintor que vivía de los cuadros que no pintaba. Desde
pequeño quiso ser artista, pero la originalidad lo esquivaba. Se dedicaba a ver
películas, una tras otras, perdido, buscando el refugio de la inspiración.
Los vecinos creían que era músico porque se alimentaba de
palomitas. A todas horas se oía el tamborileo de las palomitas, tratando de
escapar de la sartén, o quizás de aquella casa en que la puerta casi nunca se
abría. Se estancaba también el ambientador de mantequilla, a veces mezclado con
aroma a quemado. Pero el sabor siempre era el mismo, disfrazado en sal. La monótona
insipidez en que vivía se maquillaba como sabrosa mar. Como si allí hubiese
olas…
No distinguía de estaciones porque en su casa nunca llovía. Para
él la noche era su piso de persianas bajadas, el día era la lámpara única de la
mesilla. Más luz lo deslumbraría, y por eso no le gustaba la calle. Los vecinos
se sorprendían al ver a aquel desconocido bohemio cruzar corriendo el portal.
Siempre con prisas, dirección nada, o hacia el mismo lugar de cada ocaso.
Y así su existencia se perdía entre trazados, nunca firmes,
nunca iluminados. Dormía y dormía, pero no soñaba. Creía que vivía, pensaba que
respiraba, pero solo expulsaba aire enlatado.
Pero un día escuchó una percusión diferente a las palomitas
o el monólogo de la televisión. No supo lo que era. Se acercó a la ventana,
subió tímidamente la persiana, se asomó. Nada.
El sonido se repitió. Salió al pasillo, abrió las dos únicas puertas:
cocina y baño. Nada. Volvió al comedor. Otra vez un golpe. Supo que era sobre
madera. Solo se había dejado una puerta sin revisar, la que nunca utilizaba: la
puerta al exterior.
Entonces vino la ilusión. Quizás alguien hubiese escuchado sobre
aquel pintor. Sería algún coleccionista que querría comprar uno de sus cuadros.
Corrió hacia la puerta, el momento había llegado. ¿Cuánto cobraría? ¿Sería
rico? ¿Cómo se cotizaría? Pensó en aquella acuarela que un día casi dibuja. Iba
a ser una silla firme, estable, oscura, fría, robusta. Y entonces tropezó con
la realidad. Yacía en el suelo, sobre una silla firme, estable, oscura, fría y
robusta. El golpe lo despertó. No podía vender el cuadro que nunca había
pintado. ¿Y quién iba a querer contratar a un pintor sin pinturas?
Se levantó y sintió miedo. Si no era bueno, era malo. Si no
era un cliente, era un ladrón. Se escondió tras el único sillón del comedor
esperando que resbalaran los minutos angustiosos en el reloj. La angustia lo
escondió a él, hasta hacerlo desaparecer.
Tras el temor, ilusión. Tras el miedo, la pregunta. ¿Quién
sería? Sintió una palpitante curiosidad por saber quién había tocado a su
puerta. La puerta del pintor perdido de cuadros opacos e invisibles. Se acercó
temeroso, se estiró un poco la camisa, se tiró la melena hacia atrás y abrió.
lunes, 29 de octubre de 2012
Jane
Estaba sentada. Miraba al río, o el río la miraba. El aire se agitó, tembló para dar paso al nuevo invitado. Llegaba el silencio móbil, el grito callado.
Ella se giró al oír sus pasos. Lentamente, moviendo solo la cabeza, se asomaba a la ventana de su hombro. Tímidamente, sin tirarse como acostumbraba. Era como agua destilada: diferente, de alguna forma modificada, pero con fuerza para arrastrar molinos. Después devolvió su mirada al agua, privada de todo focalizada en la nada.
- ¿Cómo estás? -él preguntó.
- Sentada.
- ¿Eres tú?
- ¿Recuerdas mi nombre?
- ¿Me extrañas? - atajó él.
- Siempre fuiste extraño - contestó sincera. Y realmente no, no lo extrañaba.
Se levantó y se deslizó. Soportaba su tacto en cada árbol que tocaba. Perdiendo la mirada haciendo de ella horizontes, hasta que llegó la barca.
Con una sonrisa despidió la nada de recuerdos dispuesta a surcar los vaivenes de aquel cálido mar.
Ella se giró al oír sus pasos. Lentamente, moviendo solo la cabeza, se asomaba a la ventana de su hombro. Tímidamente, sin tirarse como acostumbraba. Era como agua destilada: diferente, de alguna forma modificada, pero con fuerza para arrastrar molinos. Después devolvió su mirada al agua, privada de todo focalizada en la nada.
- ¿Cómo estás? -él preguntó.
- Sentada.
- ¿Eres tú?
- ¿Recuerdas mi nombre?
- ¿Me extrañas? - atajó él.
- Siempre fuiste extraño - contestó sincera. Y realmente no, no lo extrañaba.
Se levantó y se deslizó. Soportaba su tacto en cada árbol que tocaba. Perdiendo la mirada haciendo de ella horizontes, hasta que llegó la barca.
Con una sonrisa despidió la nada de recuerdos dispuesta a surcar los vaivenes de aquel cálido mar.
lunes, 24 de septiembre de 2012
Degradados
Degradados, como unos
pantalones con dibujos de lejía. La paradoja de que aquello que se usa para
limpiar y deja mancha. Esa búsqueda eterna de la marca. Porque cada persona
tiene las suyas, y todos queremos estar abarrotados de ellas. ¿Quién quiere ser
un libro muerto cuando su autor lo dejó huérfano? Hay que ser un libro rayado,
surcado por líneas que solo el cauce de la vida puede dejar. Que nos subrayen,
que nos doblen las esquinas y tomen notas. Hagamos del blanco y negro
caligráfico un multicolor. Emborrachémonos en fluorescente.
martes, 17 de julio de 2012
Fue leyenda
Cerró de portazo el coche, como si así fuera suficiente para
que nadie pudiese entrar. Por eso no echó la llave, tan confiada como siempre.
La realidad es que quería que entraran y que robaran todo lo que allí quedaba,
ella no lo quería, ni lo necesitaba. O eso creía…
La
radio se quedó puesta para poner banda sonora al momento. Cuando ya se alejaba
de allí pudo escuchar la cadencia final. Creyó o quiso oír una cadencia plagal,
pero era imperfecta. Después, esta dio paso al silencio de sonata de la noche,
con acompañamiento de viento-madera y grillo solista.
Los pasos
la condujeron al mar. Era una noche paradójica en la que la arena hervía más
que el agua y le abrasaba los pies. Rompían bambollas en el mar y brotaban las
olas en la piel. Aunque incluso el aire quemara, se sentía fría. Cuenta la
leyenda que aquella noche nació la única lágrima helada. Pero es tan solo una
leyenda, porque esto nunca ocurrió. No hay pruebas, la lágrima se licuó y voló
vaporosa a la atmósfera. Tampoco hay testigos, y la protagonista se suicidó de
amnesia.
La
chica no se desnudó para hacerse al agua. Se sentía pudorosa ante la luna, la
arena y las estrellas tan blancas. Se quedó con el pantalón y el fular púrpura.
La joven nadó sobre la arena y corrió sobre el mar. Hizo una maratón hasta
perderse y solo se distinguía una larga cabellera rizada y oscura, solo un
camaleón en aquel mar. La intención era no volver, no dejarse arrastrar. Las
olas no cedieron y la llevaron a la orilla contra su voluntad, como Venus sin
concha, sin aviso previo a Botticelli.
La
arrastraron violentamente, en una furiosa batalla contra su cuerpo de trapo. La
inundaron por dentro, para debilitarla aun más. Cuando llegó a la lengua del
mar gateó hasta la arena seca para desplomarse sobre su espalda. Tosió y tosió,
tratando de expulsar a la cruel invasora. Aunque aquella fuente se secó y toda el
agua salió a la superficie, la riada dejó su cauce de sal al paso. Los granos
de sal, como escaladores, se amarraban fuertemente a las paredes de su
garganta. Escocía, y ahora también por dentro, se quemaba.
Trató
de llenarse un vaso de aire fresco que la quemaba, pero el aire era libre, no
quería ser embotellado. No había remedio, se ahogaba.
Entonces
escuchó el canto de un pajarillo. Un ruiseñor interrumpía su melodía para
picotearla la mano, trataba de despertarla cuando ya sus ojos se desplomaban.
Él no sabía que la ayudaba a ella, solo clamaba su ayuda. La joven se
incorporó, observó a la criatura y vio su ala rota. Sintió lástima, olvidó por
un instante sentir lástima de sí misma. Quería ayudarlo y lo haría. Pero
entonces la interrumpió una mirada espía. Los ojos amarillos de la lechuza que
la acosaban en la oscuridad. Un brillo conocido en aquel océano lúgubre que la
distrajo de su nueva misión.
El
ruiseñor volvió a picotearla, reclamando su atención. Huyeron los ojos de la
chica de la lechuza para volver al ruiseñor, pero ya no estaba. Ante su
sorpresa había un sapo, también con el anca rota. Esta vez nada la distraería. Con
cuidado para no asustar a la pequeña criatura, acercó sus manos a él. El sapo
saltó al agua, huía. No podía ser, quería ayudarlo: invertir en presente para
cerrar deudas de pasado y ganar futuro. Lo buscaría. El mar se había convertido
en charca, laguna oscura para los de visión idílica. No importaba, saltó al
agua en su busca.
Entonces
el agua de la charca se transformó en una masa animal. El verde agua era ahora
una masa de anfibios que saltaban, la rodeaban, la arrastraban, la perseguían,
la estiraban. Ella persistía en su búsqueda imposible, jamás lo encontraría y
le habría gustado salvar a aquel pobre animal, ya que ella no podían salvarla. Los
ojos le escocían en aquella laguna de agua salada, no veía nada en la negrura,
no se acostumbraban. Llegó un momento en que era imposible vencer a la marea
verde y se rindió. En lo irracional, la salida más racional es petrificar la
mente. Una vez más, las olas de aquel mar jugaron con su frágil cuerpo hasta el
amanecer.
Con los
primeros rayos de luz la marea se calmó. Logró emerger a la superficie y
descubrió que ya no había más sapos. Aquel verde mar era ahora de hojas de
parra. Vuelta a casa tras el naufragio. Las olas la habían despojado de todo,
hasta de sus ropas. Se arrastró sobre la arena, ahora fina y templada. Y allí
reposó, mientras su pecho recuperaba el compás. Protegida por el día, tras una
noche de pesadilla.
viernes, 29 de junio de 2012
En la playa
Me gustaría decir que nada de esto ha pasado
Que no es real,
El Titanic no se hundió
Y nunca se
desvanecerá.
Pero no se puede cerrar los ojos
Porque hay heridos
Y puedo oírlos
Ni puedo, ni quiero hacerlos callar.
Puedo entender que hubiese un iceberg
Que el timón fuese lento
O rápido el hielo
Pero, ¿era extremadamente necesario demoler el barco?
En los silencios de la piedra
Se encuentra la lección de vida
De la siempre prohibida
Verdad-amistad.
Todo se perdió en alta mar.
No seré yo quien busque los vestigios
No más astillas flotantes que recuerden la hecatombe.
Quien quiera que reconstruya el coloso
Yo esperaré en la playa, donde toda ola es caricia.
Porque todavía están por contar los heridos
Y quizás la sal empiece a quemar por dentro
al respirar.
viernes, 4 de mayo de 2012
La historia de la mujer colador
Toda mujer pasa por esta etapa, es la etapa de la mujer
colador. Estás tan llena de agujeros que por más agua que eches siempre te
quedas vacía. Litros y litros atraviesan tus rendijas para volar al último
rincón del olvido. Un manantial no sería suficiente para llenarte. No es una
cuestión cuantitativa (la cantidad nunca es suficiente), es una cuestión cualitativa.
Por ello, empiezas a probar con todo tipo de bebidas. Pruebas con el dulce zumo
de fresas para pasar al amargo tequila. El alcohol cura las heridas pero no los
agujeros. No importa lo que cueste, ¿por qué no probar con el cava? Probarás
con los vinos de mi tierra pues no los hay mejores, pero aún así, se escaparán
por tus rendijas, siempre escurridizos. El problema es que necesitas algo más
espeso, más fuerte, más intenso. Podrías probar con purés y papillas, pero a
nadie le gustan. Los purés no tienen una textura agradable y tampoco las
papillas. Queda otra solución: la espera. Deja el agua, es totalmente inútil:
insípida e incolora, no deja huella su paso. Pero la cerveza deja su espuma y
la sangría deja su azúcar. Así, poco a poco, sin que apenas seas consciente, se
irá acumulando un pequeño poso que taponará cada pequeño hueco. Aunque siga
habiendo fugas, serán cada vez más pequeñas para ser bebés y después volver a
nacer. Un día se cerraran tus vacíos y dejarás de ser mujer colador, para
volver convertida en mujer florero. Entonces sí, te llenarán de agua y podrán
crecer en ti las flores.
domingo, 29 de abril de 2012
Tú verdad mentira
Todo va bien hasta que abres los ojos...
Ves que no es,
es tu visión perdida.
Y entonces te preguntas
¿Cuántas veces se iluminará hasta la noche escondida?
¿Cuántas veces será tu verdad suicida?
¿Hasta cuándo jugar al ahorcado?
Si lo que parece no es,
y lo que es se tatúa de mentira
¿Cuántas noches más quedarán vacías?
lunes, 23 de abril de 2012
Diálogos con el despertador
El despertador suena. Más bien ruge, grita, llora
desconsolado… Nosotros solo queremos asesinarlo. Nos gustaría que tuviese
cuello para poder estrangularlo. Pensamos en destriparlo para que nunca suene
más. ¿Por qué tiene que despertarnos? Un día le pregunté…
- - ¿Por qué lo haces? – le recriminé. – ¡No quiero
despertarme!
- - Tienes que hacerlo, es la hora, no puedes seguir
dormida.
- - ¡Sí, puedo! No quiero moverme de aquí. La sábana
es suave, la manta caliente y la almohada mullida. Se está tan bien soñando…
- - Pero puede llegar una pesadilla, si te
despiertas no te alcanzará. Cuando llegue no puede encontrarte dormida. Tienes
que despertar, tienes que luchar, y en definitiva, tienes que vivir.
Quizás deberíamos escucharlo, no deberíamos silenciar
aquella voz que nos invita a abrir los ojos. Somos unos desagradecidos: siempre
respondemos de un bofetón al despertar de la vida. De vez en cuando no estaría
mal escucharlo y apagarlo de una
caricia.
miércoles, 4 de abril de 2012
Un precio demasiado alto
Presenció paralizado la
escena, como un cobarde. En parte fue por el miedo que lo invadió, pero la
verdadera razón fue la mirada de hielo que recibió. Dos ojos se clavaron en él
gritándole “Ni se te ocurra moverte”. No era una súplica, era una orden. Era el
recordatorio de una vieja promesa…
Sintió que algo se desgarraba en su interior al ver a la
persona a la que amaba en el suelo, arrastrada por dos soldados. Sabía donde
acabaría y sabía por qué la llevarían allí. No era justo. Él también debería
ir, debían compartir su culpabilidad, no podían abandonarse ahora después de
tan larga lucha. Pero lo hizo: el coronel Fiedler se quedó allí, impasible por
fuera y destrozado por dentro.
No podía dormir o comer; tampoco vivir. La culpabilidad
lo sepultaba. En un vago intento por justificarse recordó la conversación de
aquella noche. Estaban escondidos, como siempre, sin siquiera importarles. En
ocasiones olvidaban que aquel escondite formaba parte de su condena por hacer
algo que no era lo correcto.
La mente del coronel hacía justicia a cada detalle de los
momentos allí vividos. El sonido de los nudillos en la puerta, cómo esta se
abría en un chirrido, aquel saludo en forma de sonrisa, la mirada estudiosa que
se fundía con la piel y todo lo demás… Palabra por palabra, rememoró la
conversación a la que ahora se aferraba porque, a fin de cuentas, era el único
cabo que lo unía a este mundo.
-
Si algún día nos descubriesen, sabes que lo
pagaremos con la vida. Una vida es un precio demasiado alto, no es necesario
pagarlo con dos.
Los ojos
brillaban a la luz de la única vela que alumbraba aquel refugio. Pero ellos no
llorarían, eran personas a las que la guerra había hecho fuertes.
-
Egbert, –así llamaba al Coronel Fiedler- prométeme
que si algo ocurriese, lucharás por tu vida y tratarás de ser feliz. Podría
pagarlo con mi vida, pero no con la tuya.
-
No puedes pedirme eso. Esto es cosa de dos y en ese momento –el
corazón del general se encogió de tan solo imaginarlo- seguiría siendo cosa de
dos.
-
Necesito que me lo prometas, Egbert. De lo
contrario, no podría continuar con esto. Perder dos vidas es demasiado.
No podía ser el fin. Aquello debía seguir como fuera, a
cualquier precio, fuese una vida, o una promesa cobarde. Todavía quedaba la
esperanza de que aquel fatídico día nunca llegase y el secreto permaneciese
para siempre encerrado en aquella habitación hasta el olvido.
El pacto se cerró con un beso. Fue un beso tranquilo para
un bando, que había vencido y había puesto fin a su más profundo miedo. También
lo fue para el otro bando, que sabía que por el momento habría mucho más besos
y confiaba en que su fin nunca llegaría.
El hombre trató de perderse en aquel recuerdo,
prologándolo indefinidamente. Era doloroso, pero prefería encerrarse en él que
hacer conjeturas con el presente. ¿Dónde estaría? ¿Estaría sufriendo en
aquellos momentos? Esperaba que no… Pero no podía engañarse, él había visitado
los campos de concentración y sabía lo que allí ocurría. Quizás hubiese logrado
escapar, aunque ¿cómo? Era imposible escapar. Seguramente hubiera muerto… ¡No!
¡NO! No podía morir.
Dos golpes en la puerta lo despertaron de su pesadilla
personal. Era el sargento Burkhard, con su flamante uniforme. El sargento se
sitúo frente a la mesa con paso seguro, el general se levantó de su silla y se
saludaron con el brazo en alto.
-
Heil Hitler!
El
rostro del sargento revelaba temor y preocupación. Se le notaba tenso. Aquello
no auguraba buenas noticias.
-
¿Qué ha sucedido? – preguntó firme el coronel
Fiedler.
-
Nuestros soldados han sido atacados por
sorpresa en las colinas de las Ardenas. Se trataba de un grupo de maquis,
pertenecientes al Frente Nacional.
-
Nuestros hombres están preparados para el combate
y están dotados de las mejores armas, no como esos sucios maquis. No tienen
siquiera un mendrugo de pan que llevarse a la boca, ¿con qué van a enfrentarse
a nosotros? ¿Nos arrojarán palos y piedras? –se burlaba el coronel.
-
Lo cierto, mi coronel, es que iban armados.
Habían recibido un envío de armas desde Londres vía paracaídas.
-
¡Estúpidos ingleses! – exclamó furioso-
¡Nunca aprenderán a dejar de meter sus narices! Espero que nuestros soldados
les hayan demostrado a los maquis quién manda ahora aquí, porque así ha sido
¿verdad sargento? – preguntó acusando al hombre con la mirada.
-
Verá Coronel, los franceses doblaban en
número a nuestros soldados, los atacaron por sorpresa y la zona de las Ardenas
constituye un obstáculo considerable…
-
¡No me venga con excusas sargento Burkhard! –lo
interrumpió el coronel- ¿A cuántos hemos perdido?
-
A ocho de los nuestros – contestó armándose
de valor.
-
¿Y los otros diez?
-
Se vieron forzados a huir.
-
¡¿Huir?! – el coronel estaba fuera de sí.
Esta era la reacción que el sargento temía. No era la primera vez que vivía
algo así y ahora llegaba el momento que más lo atemorizaba. - Traiga ante mí a cuatro
de esas ratas cobardes inmediatamente.
El
sargento salió rápidamente del despacho, como un perro asustado con el rabo
entre las piernas. Mientras tanto, el coronel abrió el primer cajón de su
escritorio victoriano para sacar una lujosa caja. En ella guardaba los mejores
puros de importación, guardados especialmente para ocasiones como esta. Uno por
uno los observaba con detalle pensando por cuál se decantaría. En aquellos
momentos, el sargento Burkhard también se enfrentaba a una elección, aunque
mucho más complicada.
Antes de
que el coronel Fiedler hubiese elegido su puro, el sargento Burkhard había
elegido a cuatro de sus hombres. Los soldados llegaron asustados al despacho,
temiendo lo peor. Uno de ellos lloraba y se afanaba por ocultarlo, secándose
compulsivamente los ojos con la manga del uniforme. Al entrar en el despacho
saludaron a la vez; brazo en alto, alma en el suelo.
-
Durante la Primera Guerra Mundial, los
enemigos trataban de plasmar a los alemanes en sus cárteles como hombres
débiles y llorones. Yo estaba seguro de que era una mentira más del enemigo.
Pensé que era cierto lo que dicen: “Cuando llega la guerra, la primera víctima
es la verdad”. Tan solo era un intento absurdo de propaganda incomparable a la
del gran Goebbels. Pero viéndoles a ustedes esta noche me pregunto si no
tendrían razón los enemigos. Los cobardes como ustedes son la vergüenza de
Alemania. ¿Qué hacen ustedes por defender su noble patria? Yo se lo diré: no
hacen nada. Por ello, no merecen tener el honor de ser ciudadanos alemanes.
El momento estaba a punto de llegar, ahora solo quedaba tener
fe. Los hombres rezaban por su vida y el sargento Burkhard rezaba porque la
orden no llegara una vez más. Pero Dios se escondía en tiempos de guerra.
-
¡Sargento Burkhard, que Alemania de a estos
hombres lo que de Alemania merecen!
Así sentenció un hombre a cuatro. Mientras el coronel
continuaba examinando los puros, de espaldas a la escena: cinco hombres entre
súplicas de clemencia al sargento y lágrimas abandonaban aquel despacho en dirección
a la muerte.
Finalmente, el coronel Fiedler se decantó por un puro
habano envuelto en papel de plata que le había regalado un amigo hacía cinco
años. Salió a la calle bajo un cielo totalmente negro, sin una sola estrella.
Parecían esconderse para no ser testigo de los crímenes de aquella guerra. Caminaba
en soledad, en un silencio sepulcral solo interrumpido por la cerilla que
encendería su puro. Sin apenas darse cuenta comenzaba a adentrarse en la
ciudad. Sedán se levantaba levemente iluminada en la oscuridad.
Fue al girar en una esquina cuando el coronel se percató
de que ya no estaba solo. Dos cuerpos se escondían en la noche. Conforme
avanzaba podía distinguir a las dos figuras, tan cerca la una de la otra que
los límites entre ellas eran imperceptibles. Eran un hombre y una mujer
jóvenes. Se besaban con urgencia, con necesidad. Era como si tras aquella noche
no hubiese un mañana. Los tenía casi al lado pero la pareja no advertía su
presencia, estaban demasiado ensimismados el uno en el otro como para darse
cuenta.
La mujer era muy guapa, aunque aquellas ojeras tratasen
de impedirlo. Los rizos caían suavemente a ambos lados de su rostro. Era alta y
estaba extremadamente delgada. La guerra
se había llevado también las sensuales curvas de las mujeres. El hombre estaba
herido. Llevaba su brazo vendado y era ella la que lo abrazaba, entrelazando
sus brazos entorno a su cuello. Una venda también le cubría la cabeza, parecía
indicar que había recibido un fuerte golpe. El rostro no podía vérselo pues estaba
de espaldas.
La minuciosa mirada del coronel fue interceptada por la
mujer, que abrió los ojos en aquel beso. Asustada, separó al hombre de sí con
rapidez, pero a la vez con delicadeza. Este se giró y cuando vio allí al
coronel palideció. Sus ojos se llenaron de miedo, miró a la mujer y devolvió la
mirada al coronel con impaciencia.
El coronel sencillamente giró sobre sus tobillos,
fingiendo indiferencia. Para él, el coronel Fiedler, todos aquellos soldados
eran rostros anónimos; pero para aquellos soldados, la cara del coronel Fiedler
era inconfundible.
Los recuerdos se desataron en su mente al ver a aquellos
dos jóvenes besarse. La pesadilla volvía a atormentarlo, como un martillo que
lo golpeaba a cada segundo. En la noche había silencio, pero el trauma no se
callaba en su cabeza.
Corrió y corrió tratando de dejar atrás sus
remordimientos. Finalmente, exhausto, llegó a la puerta de su casa. Metió la
llave en la cerradura y la giró; pero antes de cerrar la puerta tras de sí pudo
escuchar muy cerca el sonido de cuatro tiros con sus correspondientes gritos
ahogados.
Tres
años después
Rudolf Hess, secretario de
Hitler, ha sido detenido en Reino Unido
Rudolf
Hess, Capitán General y jefe del partido nazi, ha sido detenido en Gran
Bretaña, donde permanecía escondido. El próximo uno de octubre, será juzgado
por el Tribunal Militar Internacional en la ciudad de Nuremberg. Se le acusa de
crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad. La acusación pide para él
cadena perpetua.
Otro más, y esto no había hecho más que empezar… Vivía en
la agonía de que cada día fuera el último. Él podía ser el siguiente. Todas las
precauciones eran insuficientes porque uno a uno, todos sus compañeros estaban
siendo capturados. Al eterno sentimiento de culpabilidad de Egbert Fiedler se
sumaba ahora el miedo. Todo el temor que él había provocado en los demás en sus
tiempos de gloria se tornaba ahora en su contra.
Su treta era buena. Egbert Fiedler había desaparecido
para siempre para dar paso a Edwin. No le había resultado difícil conseguir una
documentación falsa. Sus contactos le habían facilitado lo que necesitaba. En
aquel último momento de su antigua vida, ser el temido coronel Fiedler lo había
salvado.
En cuanto al escondite, también había tenido la suerte de
su parte. Huyó de Sedán a Alsacia y encontró una modesta casa abandonada a las
afueras de un pueblo de montaña. Aquel territorio de confrontación entre
alemanes y franceses le proporcionaba la excusa perfecta. El lugar había pasado
a dominio francés tras la guerra, pero al haber sido alemán esta era su lengua.
Edwin era un alsaciano que hablaba alemán, sin tener por ello ninguna
vinculación con los fascistas.
Leyendo aquel periódico era consciente de que los tiempos
de gloria habían dado paso a la devastación. El país había quedado totalmente
destruido, su economía paralizada y su fuerte sistema político aniquilado. Lo
peor de todo era la caída de su ideología, ahora condenada y detestada. Eran
tantas las personas que sostenían aquella imponente muralla que a él nunca se
le había pasado por la cabeza que el castillo pudiese hundirse, y con él, todos
los que habitaban dentro. ¿Cómo había sido posible?
El problema no era solo que los fascistas fueran
perseguidos, sino el odio que hacia ellos tenía la población. Había escuchado,
en aquel mismo bar, ocasiones en las que grupos de franceses habían torturado a
sospechosos de tener lazos con el pasado alemán, sin hacer distinciones entre
que estos fueran alemanes o franceses. La guerra había sido extremadamente
cruenta y había generado muchísimo odio.
Aquel camarero, de rostro ufano, era uno de los
cabecillas de estas organizaciones antifascistas. Edwin lo detestaba, pero era
inteligente: “si no puedes con el enemigo, únete a él”. Estando en aquel bar
cada tarde escuchaba atento quiénes serían las próximas víctimas, de quiénes se
sospechaba, cuándo saldrían a actuar y por qué torturas se decantarían para sus
víctimas.
Dio un largo trago a su cerveza y cerró el periódico. El
alcohol empezaba a ayudarle. Pasaba los días en la barra de ese bar. Conocía a
todos los que había allí sentados, aunque no le gustaba relacionarse con ellos por
miedo a que lo descubriese.
En aquel momento la puerta se abrió y entraron dos
mujeres. Iban bien vestidas, quizás demasiado elegantes para un simple viernes
por la tarde. Una era bajita, con unas bonitas curvas y el rostro aniñado. La
otra era alta y esbelta. Tenía unos rasgos muy marcados, con unos ojos enormes
y los labios gruesos.
Esa mujer le recordaba muchísimo a alguien, pero no
lograba saber a quién. Despertaba en él amargos recuerdos y lo más intrigante
era que no conseguía encontrar la relación entre aquella mujer y sus oscuros
recuerdos.
Hoy llevaba el pelo suelto, los mechones rizados caían
suavemente rodeando su rostro. La
intriga era cada vez más fuerte y por eso ya no le importaba que ella lo
descubriese. Insistentemente, la miraba. Hoy le resultaba especialmente
familiar.
Como era de esperar, la chica detectó sus miradas. Sus
ojos chocaron. Era aquella mujer a la que había visto una noche en Sedán
besando a uno de sus soldados. Ella lo había reconocido. Se había quedado
perpleja al encontrarlo allí.
Tenía que escapar de aquel bar antes de que fuera
demasiado tarde. Si decía quien era él, si descubría su verdadera identidad,
sería su fin. Se levantó de su banqueta y rápidamente echó a andar hacia la
puerta, sin dejar de mirar a la mujer. Ella le devolvía la mirada asustada.
-
¿Dónde cree usted que va? –le gritó el camarero.
El corazón de Edwin dio un vuelco.- ¡Haga el favor de pagar sus cervezas!
Edwin respiró aliviado. Por un momento, pensó que la
mujer ya había dado el chivatazo. Volvió a la barra, entregó un billete al
camarero, esperó sus vueltas y de nuevo corrió hacia la puerta. Pero cuando
buscó a la mujer con la mirada, no estaba. Ella había sido más rápida. Edwin
estaba perdido.
Salió al frío de la noche y comenzó a correr, todo lo
rápido que pudo. Las dos veces que había visto a aquella mujer había acabado
corriendo en la oscuridad y el frío de la noche. Las luces de la ciudad
brillaban tenues en el negro cielo; eran sus únicas estrellas. Todo le
recordaba a la primera vez que se encontró con la joven.
En aquel momento todo encajó. Lo comprendió todo: aquella
mirada asustada de la mujer y su rápida huída. Él no era el único en aquel bar
con un secreto que ocultar y del cual dependía todo. Inmediatamente, dio la
vuelta y echó a correr hacia el bar. Era tarde, pero con suerte todavía estaría
abierto.
-
Perdone usted, ¿conoce a la mujer que estaba
sentada hace una media hora allí? – le preguntó al camarero señalando su mesa.
-
Sí, claro. Es una chica del pueblo, Fleurt
Leblanc. Es enfermera, durante la guerra acogía en su casa a los heridos. Es
una buena chica.
-
Su bondad fue tal que no solo ayudó a los
suyos, sino también a los enemigos -le contestó Edwin con malicia.- Y no solo
con sus heridas físicas. Todos sabemos que durante la guerra los soldados están
muy faltos de amor…
Salió
del bar orgulloso. Sabía que la mujer se había ido del bar antes que él, por lo
que no le había tenido tiempo para descubrirlo. Cuando quisiera desvelar la
identidad de Edwin, ya no tendría ninguna credibilidad.
Tranquilo de nuevo, decidió que sería espectador de su
victoria. Ocultó en una esquina, esperó a que los hombres salieran del bar y
los siguió. Eran siete para vencer a una sola mujer. Se detuvieron enfrente de
una casa. Sin ningún escrúpulo, uno de ellos pegó una patada a la puerta y la
tiró. Entraron todos dentro, tomaron a la chica e iniciaron su juego.
La llevaron a un callejón escondido, donde nadie pudiese
escuchar sus gritos. Nadie la salvaría, la victoria de aquellos hombres estaba
asegurada. Uno de ellos la tiró al suelo de un empujón. Ella sollozaba y se tapaba los ojos, sin
poder impedir ver la que se le avecinaba. Empezaron a insultarla, a escupirle y
a humillarla. Fleurt aun así luchaba, forcejeaba y pegaba patadas; pero de nada
servía. No era que ellos fueran más fuertes, sencillamente eran más. A su valentía
solo había golpes como respuesta.
Uno de ellos sacó unas tijeras y empezaron a cortarle el
pelo. Fleurt rezaba porque su pelo fuera el único abrigo que esa noche le
quitaran. Edwin sabía que no sería así. La furia de aquellos hombres era como
un coche sin frenos; era demasiado tarde para detenerla. Presenció paralizado
la escena, como un cobarde, al igual que siempre. No disfrutaba como esperaba,
notaba la mirada perdida de ella sobre él. Era como si lo buscara. ¿Sabría que
él había sido el culpable de todo esto?
Aquella tortura estaban acabando con el cuerpo de ella y
con la cordura de él. Ambos sentían cada golpe y todo lo que impacto se llevaba
con él. ¿Por qué merecía aquella mujer todo esto? ¿Por haberse enamorado de la
persona equivocada? El coronel Fiedler había cometido el mismo pecado, no podía
condenarla así por ello.
El único cabo que ataba a Edwin a la vida por su promesa,
también había sido condenado. Era aquel cabo, aquel soldado, aquel hombre que
había sido castigado por amar a quien no debía, a otro hombre. Pero, ¿por qué
había sido un error? Aquella mujer no merecía ser condenada.
El coronel Fiedler salió de su escondite y se dirigió a aquellos
monstruos llevados por la lujuria con paso firme.
-
¡Dejadla! – les gritó.
-
¿Quién eres tú para llegar aquí dando
órdenes? – preguntaron furiosos.
-
Soy el coronel Fiedler.
Sin dudarlo, dejaron a la muchacha y lo rodearon. El
coronel Fiedler no tenía miedo, ya no. Por primera vez en su vida había dejado
de huir y de mentir. No había sido valiente, sencillamente había sido justo.
Solamente sintió los primero golpes, luego todo fue muy rápido. Lo dieron por
muerto y lo dejaron en el suelo tirado, bañado en sangre junto a aquella mujer
inerte.
Sabía que vivía sus últimos momentos de consciencia y
quizás también los de la chica. Esperaba que así fuera, que la joven al menos
no pasase sus últimos momentos sola. En un último esfuerzo le dio la mano.
Estaba fría y la mano del coronel caliente. Hasta aquel instante nunca habrían
imaginado lo mucho que tenían en común.
Pensó en Blaz, en su soldado. Nadie supo nunca que el
coronel Fiedler había sido su pareja. Quizás lo hubiesen sometido a uno de
aquellos experimentos con testosterona que buscaba un “arma” contra la homosexualidad
y hubiese logrado escapar; o seguramente, estaría muerto. El soldado de la
chica quizás también hubiese perecido por las graves heridas que aquella noche
exhibía.
Cuatro vidas que se iban, como las de aquellos cuatro
soldados que el propio coronel había sentenciado. La guerra no distinguía entre
buenos y malos, todos habían cometido atrocidades. Aquellas dos historias se
habían cobrado cuatro vidas, un precio demasiado alto. En su último momento, el
coronel Fiedler se arrepintió de todos los sufrimientos caudados. Por el
contrario, no se arrepentía de haber amado. Pensó que ni ella, ni él, habían
cometido ningún error. La guerra había sido el único error y ella sí que tuvo
un precio demasiado alto.
viernes, 30 de marzo de 2012
Tazas de vacíos
Se sentó en la terraza. Estaba a la sombra mientras los
tulipanes se abrasaban. Aunque hubiese 32 grados ahí afuera, ella abrazaba su
taza de té humeante. Té de mango y papaya con sobre y medio de sacarina.
¡Cuánto abusamos de la sacarina en tiempos de azúcar! Ahora se arrepentía…
Daba vueltas a la cuchara, que dibujaba una danza lenta en
su aquel dulce mar. La sumergía, la giraba y la sacaba a la superficie para que
después volviera el té a la taza en cascada. ¡Qué aguado estaba! ¿Cómo iba a
estar sino si el té era agua? Agua disfrazada, nada más. Tanto había soñado que
ya hacía del té chocolate.
Ensimismada con su taza, con el tintineo de la cuchara y ese
silencio falso de la naturaleza que no calla, el té se acabó. Y ahí se quedó la
taza vacía. Con cuidado la examinó. Solo había un pequeño poso, no
aprovechable, solo una gota. La taza estaba vacía, quizás ella también lo
estaba.
Entonces entendió que el vacío tan solo era la prueba de que
algo había habido en su interior.
viernes, 23 de marzo de 2012
Equivocarse de nombre
Amistades extrañas que queman. Se esconden, se ocultan hasta que se pierden.
Amanecen en ocasiones, solo cuando abres la persiana y asomas el vaso de la
noche anterior para dejarlo en la repisa. Son amistades que sufren de
Alzheimer, pero no quieren tratamiento. ¿Miedo al recuerdo? No fue tan oscuro,
creo que fue lo más claro. Quizás confundí la blancor con la niebla. Estaba
subida en la montaña y todo se veía muy bien desde tus alturas. Yo ya sumaba
las cuentas, me iba para la salida disparada cuando me dijeron que no había
pagado. Las cosas nunca son fáciles. Ese es tu secreto que no sabes y que solo
sé yo. Es la clave que define lo que soy: esclava de silencios, exploradora de
lo que no se siente y cazadora de recuerdos.
¿Qué compartimos? Y hablo en pasado. Solo banalidades, pero
muchas en número; los quilates se guardan, no vaya a ser que haya un robo. ¿Qué
compartimos? Y hablo en presente. Tus murciélagos en la cueva, mis pájaros ya
los veo tan altos que casi no los alcanza mi vista. Y yo comparto, pero no
contigo. Comparto cafés aguados con el mundo, cervezas corrompidas, bailes con
la pena e imposibilidades. Sigue siendo mi pasatiempo favorito el de la
imposibilidad, pero ya no le encuentro el encanto. Prefiero emborracho de
chocolate. Me pierdo en palabras para tratar de leer lo que nunca escribiste.
Busco una puerta que un día vislumbré pero no está, no sé cuándo se ha ido,
tampoco cuándo volverá. Fuera de esa puerta todo es mentira y declaro que
dentro está la verdad.
Pero volvamos a extrañas amistades. ¿Por qué hablamos de
verdad? Yo nunca supe, si saber es verdad. Inventé yo lo conocido a imagen de
mis anhelos. Pregunto a las olas, al cielo, a la lluvia y al recuerdo. Vaya
donde vaya pregunto y me responde siempre el silencio, o será que silencio es
la respuesta. Porque tú eres silencio.
¿En qué punto te perdiste? Yo puse bien cada señal.
¿Quién
bautizo esto como amistad? Yo no quise nunca que lo fuera. Alguien se equivocó de nombre…
miércoles, 14 de marzo de 2012
El secret de les falles
Una història de fa dos anys, de les falles i en valencià . ¡Felices Fallas!
Els plaers
violents acaben en la violència, i tenen
en el seu triomf la seua mort, de la mateixa forma que es consumeixen el foc i
la pólvora en un bes voraç.
Shakespeare
Tots coneixem les falles, la més famosa de les festivitats
valencianes. Tots hem contemplat els meravellosos monuments de cartó, fusta i
pedra, i hem rigut amb les seues crítiques. Xiquets, pares i fills gaudeixen a
la festa en les revetlles, les cercaviles, les mascletaes i l’ofrena; fins que
arriba la cremà i tot acaba.
Malgrat que tothom coneix les falles, poca és la gent que
alguna vegada en sa vida s’ha preguntat pel seu origen i per la seua fi. Per
què tants esforços acaben cremats?
Hi ha moltes històries. Uns diuen que la primera falla es
creà per diversió i es cremà accidentalment. Uns altres, que a la primavera es
cremava tot allò inservible a la casa fent un gran munt que després s’adornava fent
aparéixer la falla. Totes les llegendes han lluitat al llarg dels anys per
consolidar-se com la vertadera, però cap no ho ha aconseguit, perquè cap no és
vertadera.
La vertadera història ha romàs amagada, massa delicada
per a eixir. Contínuament enviant-nos les seues pistes, cada any en la nit de
la cremà.
Tots hem estat alguna vegada al fred de la nit observant
com la falla desapareix entre el foc. En eixos moments sentim com el nostre cor
s’encogeix. Nosaltres, ignorants, ho atribuïm a la tristesa per la pèrdua de la
falla. Però el nostre interior sap la veritat. L’ànima pot veure més enllà que
els ulls.
Només les persones amb una gran sensibilitat poden
entendre el motiu d’eixos sentiments. Molt poques són les persones que deixen
de mirar com transcorre la vida per a sentir-la.
Els últims anys de la dècada de 1580 són coneguts com
“els anys perduts” de Shakespeare, perquè ningú no sap on estigué. Sempre ha
sigut un misteri i un buit a la seua biografia.
El dramaturg viatjà a València fugint del seu dissortat
matrimoni. En les nostres terres descobrí la màgia de les primeres falles. Delectà
el sentits amb els sorolls de petards, la riquesa dels vestits, els colors dels
monuments, la música de les xarangues i l’alegria contagiosa dels valencians.
Es meravellà amb les nostres festes. Però al tercer dia descobrí la seua
essència, que ningú era capaç ni tan sols d’imaginar.
Després, retornà a Londres i inspirat per la increïble
història començà a escriure una de les més famoses de les seues tragèdies. En
1595 es publicà Romeu i Julieta, que el consagrà com un del millors escriptors
de l’història.
Es diu que els artistes solien amagar missatges en les
seues obres que els permetien expressar els seus sentiments o opinions
lliurement. Pintors com Leonardo Da Vinci ho feren i Shakespeare també ho va
fer.
En l’escena VI de l’acte IV de Romeu i Julieta es fa referència
a un bes entre foc i pólvora. L’autor volia fer referència a la seua font
d’inspiració. Posant pólvora en lloc de falla assegurà que el secret dels dos
protagonistes de la festivitat valenciana romandria amagat.
I així ha estat durant cinc segles, però ja es hora que
el secret isca.
València, 1590
Tots el temien. Tenia en les seues mans desfer els somnis
de la gent i convertir-los en meres cendres. Encara que ningú el volia com a
amic, tots admiraven la grandesa dels seus actes.
Foc estava acostumat a ser el centre d’atenció. Quan incendiava
un gran edifici tothom acudia a contemplar-ho. S’enorgullia de si mateix
llegint l’horror en els ulls de la gent. Era un ser despietat i cruel. Es
delectava davant el poder que tenia de ferir aquells éssers tan insignificants que tant
s’esforçaven per fer grans coses. Però mai, mai estarien a la seua altura. Mai
podrien crear quelcom tan poderós. O això pensà...
Aquell matí treia foc pels queixals. Aquelles persones
que es movien sempre plenes d’il·lusions estaven hui que no cabien a la pell.
Tota la seua atenció es centrava en una mateixa feina, la construcció. Però
esta vegada no era un d’eixos fràgils
edificis que ell podia destruir al seu antull. Es tractava d’una construcció
molt diferent i encara més delicada, un muntó de ninots de cartó. Com si de mags
es tractara, volien donar-los vida amb unes pinzellades de pintura. Tothom
estava content i l’alegria rondava al voltant del seu cor, buit, sense
aconseguir contagiar-lo.
No podia entendre com quelcom tan estúpid podia
convertir-se en el centre d’atenció. Això els corresponia a éssers poderosos,
com ell, no a figures insignificants. Sonava tan decebent que una cosa així
ocupara el seu lloc que no podia creure-ho. Ara la gent havia abandonat les seues
pors, centrant-se en les esperances, en la seua felicitat. No podien deixar-lo,
aquells ninots no podien arravatar-li el seu lloc. Demostraria de què era
capaç. Havia arribat l’hora d’actuar.
Els humans havien acabat el seu treball. Admiraven l’obra
plens d’orgull. Foc s’aproximà, decidit a fer una entrada triomfal. Acabaria
amb eixa font de somnis, aquella havia sigut sempre la seua funció. Falla seria
feta cendres.
Somrigué amb la visió de la destrucció i avançà buscant
el cara a cara. Però es detingué.
No podia creure allò que contemplava. Era magistral, una
vertadera obra d’art. La seua mirada es quedà captiva en la bellesa d’ella. Falla
inundava la seua ànima d’estranyes sensacions, desconegudes fins aleshores. Els
seus colors l’invitaven a deixar sa trista vida i lluitar, per una vegada, per
la mateixa causa per la qual lluitaven tots el que allà estaven, per ser
feliços.
Potser, en els fons, no era tan malvat. Ell també ajudava
la gent, a escalfar-se, a il·luminar les seues obscures llars o preparar el menjar. Però la seua vida
sempre havia estat tan centrada en la crueltat que no havia sigut capaç de
veure la part bondadosa que s’amagava dins d’ell. Falla li l’havia mostrat.
Aquelles persones, que ara s’anomenaven fallers, havien
aconseguit unir-se per a crear una vertadera font d’il·lusions. Oblidà tot, i
per una vegada la destrucció es quedà relegada a l’últim amagatall de la seua
ment.
Se sentí el fragor del que pareixia una “mascletà”, però
era el cor de Foc que havia començat a bategar. Tot l’odi, rancor i dolor deixà
pas a un nou sentiment. Desitjava acostar-se a la gran obra. No era d’estranyar
l’alegria de la gent, l’estrèpit de petards, els vestits relluint, la música en
l’aire... Falla mereixia tot.
No podia aguantar-ho més, volia contemplar-la més prop,
tocar-la i deixar-se embargar per la màgia d’allò que sentia. Es deixà portar i
s’acostà a Falla.
Ella esperà la seua arribada, cautelosa però impacient
alhora. Des que els seus ulls s’havien trobat pareixia haver-se empetitit. Ja
no volia ser admirada més. Totes aquelles mirades li donaven calor i li feien
sentir-se estimada, però eixa calor no era més que un albir de Foc. Ell era
molt diferent de tot allò que havia vist en la seua curta vida. Però no
necessitava veure més, sabia què volia. Desitjava aquella ardent calor.
Així fou com Falla i Foc es consumiren en un bes voraç.
El seu contacte fou la seua fi. Malgrat que
desapareixien, que tot acabaria, no aconseguien separar-se. Es necessitaven i volien
estar junts, encara que fóra l’últim fet que feren. El vent bufava fortament
tractant d’evitar el desastre però només va aconseguir revifar la passió i les
flames. La seua unió era la seua maledicció. El més impossible dels amors, però
no per això menys fort.
Les llàgrimes relliscaven per les galtes, els somnis
desapareixien i les il·lusions buscaven un nou refugi. Avant de la mirada
atenta dels fallers, Foc i Falla prolongaren el seu bes fins que d’ell només
quedaren les cendres.
Però els grans amors mai moren, buscant en el seu record
l’esperança de la retrobada.
Cada any, les cendres d’aquest amor ballen per l’aire. A
poc a poc, sense descansar, van reunint-se fins a aconseguir la tornada de
Falla. Ella espera, impacient, buscant amb la seua profunda mirada l’objecte
del seu amor. Finalment, el tercer dia, Foc regressa al retornar el motiu de la
seua existència. Tots els presents són inundats per l’onada de sentiments
deslligada. Arriba la retrobada i aleshores, retorna la fi.
Falla i Foc es consumeixen en un bes voraç.
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